Impacto Social
por Silvia Monroy Álvarez
Antropóloga Doctoranda en antropología social Universidad de Brasília
Me encontraba en la ciudad de Medellín cuando leí en el periódico El Tiempo del 1 de septiembre de 2008 un artículo en el cual se anunciaba la exposición de la artista visual Erika Diettes. El nombre de la muestra me impactó de entrada, “Río Abajo”, más aún porque a ese nombre se sumaba una sentencia reveladora: los ríos de Colombia son los cementerios más grandes del mundo. La magnitud de tal afirmación sería confirmada con creces cuando la propia Erika reprodujo las palabras de una mujer del Oriente Antioqueño que afirmaba negarse a entrar al mar o a los ríos a la espera de que éstos le devolvieran a sus hijos. La explicación del trabajo de Erika, lo que entendí como una osadía en un primer instante -mostrar las prendas de víctimas de la violencia contemporánea en una región del departamento de Antioquia- se juntó a mi interés por entender los procesos de asociación de víctimas del Oriente Antioqueño, área que en su compleja topografía ha albergado corredores estratégicos usados por grupos guerrilleros como las FARC o el ELN y que, por lo tanto, también ha sido objeto de las acciones perpetradas por los grupos de autodefensa o paramilitares.
La marcha de asociaciones de víctimas del Oriente Antioqueño se me presentó en aquel instante como el mejor termómetro para entender las secuelas dejadas por un conflicto que alcanzó entre los años de 2000 y 2001 su pico más alto de muerte y desplazamiento. De igual manera, y con ello justifico de entrada mi uso del verbo participar, mi objetivo era estar presente en una marcha que, desde mi visión, debía integrar a personas que no han sido afectadas, por lo menos no en sus círculos más próximos de parentesco, por el espectro de muerte que ha cobijado a Colombia en las últimas dos décadas o a aquellos que han sido afectados pero que no dirigen su mirada hacia las manifestaciones del conflicto en otras regiones del país. Mi participación en dicha jornada, apoyada por el CINEP, el Pnud y el Instituto Popular de Capacitación, derivó en el establecimiento de un diálogo fecundo entre Erika y yo, ambas interesadas en entender el conflicto colombiano más allá de las cifras y más acá de la espectacularización de estados de sensibilidad que, como mínimo, ya nos han transformado a las dos en nuestra esfera íntima. Por ello, porque el dolor del otro se puede sentir en nuestro propio cuerpo, porque el dolor debe dejar de ser una propiedad individual –sentencia de Wittgenstein reelaborada por la antropóloga Veena Das-, nuestra solidaridad y respeto permanente por las expresiones presenciadas, vistas, oídas y fotografiadas durante este período, en el cual hemos convivido con otras víctimas de la guerra contemporánea en Colombia. Es en este sentido que me resisto a presentar la magnitud de la obra de Erika Diettes basada en cifras alarmantes o en la narración de testimonios desgarradores. Me niego a continuar reproduciendo a través de mi escritura episodios de violencia, como si ese fuera el único camino para propiciar una reflexión en mi interlocutor.
Participé de la exposición “Río Abajo” que fue dispuesta en los municipios de Granada y La Unión los días 5 y 6 de septiembre de 2008, respectivamente. En ambas localidades, muchos de los que acudieron para ver la exposición terminaban rindiéndose al llanto incontenible, identificando o no prendas de sus familiares –algunas de las 150 recogidas por Erika y atesoradas en un diario de campo que haría palidecer a cualquier antropólogo por la delicadeza en la identificación de los detalles y por el cuidado con las voces “nativas” -. Otros participantes buscaban a quien estuviera a su lado para narrar las circunstancias en las cuales familiares y amigos fueron asesinados y/o desaparecidos. Otros guardaban silencio a la espera de expresar por escrito, en los paneles dispuestos dentro o a un costado del salón de la exposición, lo vivido durante al menos la última década y lo “revivido” en aquel instante. Participar en ese momento de máxima emotividad, privilegio de pocos de los muchos que anhelan una verdadera reconciliación, también consistió en responder indiscriminadamente a manos desconocidas pidiendo contacto. Fue el momento de ver abrazos que trascienden la estela dejada por las palabras o, incluso, fue el momento oportuno para escuchar palabras y testimonios que hielan y calientan simultáneamente a quien los está oyendo y viviendo.
A mi modo de ver, las fuerzas en contienda –estatales, militares, paramilitares y guerrilla- usan el dolor y el sufrimiento como una forma aberrante de introducir el corte más radical en la comunicación, y en el sustrato de cualquier lazo social: el silencio. Las reacciones generadas por la exposición ideada por Erika dan cuenta de nuevos caminos para quebrar ese silencio. Lo que me parece más interesante de esta propuesta es que no hay un camino trazado, no hay una salida que se haya tornado obligatoria. El clamor plasmado sobre el cemento de uno de los mojones de memoria edificados durante la marcha en Granada, “hacer hablar al dolor como condición de toda verdad”, fue el mejor preámbulo a la exposición “Río Abajo”. Soy enfática al afirmar que en estos procesos de construcción de memoria en torno a sufrimientos indecibles no es posible continuar reproduciendo la hipervalorización de Occidente de la palabra escrita, o, incluso de las palabras habladas que se tornan adormecedoras de multitudes. Hacer que el dolor hable es volver la mirada hacia otras formas de expresión, corporal o gestual, que hemos relegado al olvido. Fue la propia Erika, participante de las sesiones de abrazos de las promotoras de vida y salud mental de PROVISAME, quien me hizo comprender que más que el llanto o las palabras que se derivan del desahogo de quien vivió los asesinatos de hijos, compañeros, amigos, hermanos, padres o fue víctima de crímenes sexuales, el espacio trascendente –el espacio de construcción de nuevas perspectivas de vida- es el coletazo del llanto, cuando se exhala profundamente antes de que las lágrimas se detengan. El momento que modifica la experiencia es el momento de llanto previo a la conversión de éste en palabras. Si Erika no hubiese sido participante no podría comprender y hacer comprender a través de sus fotografías que ése es el instante previo a la verbalización del dolor y el primer paso para que el luto pueda ser.
Desde mi perspectiva, el trabajo de Erika logra que lo verbal no sea el elemento a ser exaltado en el seno de la construcción de memoria, más aún por el convencimiento de la lejanía de una fase post-conflicto en Colombia. Participar de la exposición “Río Abajo” revitaliza otro tipo de órdenes de expresión. Erika no busca instaurar un régimen de representación del conflicto y sí propiciar la expresión de emociones que pueda derivar en una comprensión de la propia guerra.
En el panel destinado para los mensajes de los participantes en la exposición, alguien consignó de forma contundente: “No abido buena comprención a tanto dolor”. No se trata de pensar si el arte tiene una función específica en relación con ciertas dinámicas de la vida social, inclusive la guerra. No es la exposición “Río Abajo” la que va a abrir ese debate, en el cual se tiende a exaltar una razón práctica por detrás de toda expresión de lo sensible. Las fotografías de Erika, sin sangre, sin mutilaciones, sin cadáveres, muestran que es posible dejar de convertir en patrón las emociones y los códigos que se derivan de ellas. Éste es, sin duda, un llamado de atención para la propia disciplina que me ha construido, la Antropología, porque es justamente la guerra la que nos impone la antítesis del foco del pensamiento antropológico más ortodoxo, aquel que busca los patrones fríos en cualquier situación social.
Las prendas fotografiadas, colgadas del techo en los dos lugares escogidos, pasaban la impresión de cuerpos a la deriva, que flotan y hasta se mueven con una extraña sensualidad. El vestido rosa de croché me pareció una de las imágenes más desconcertantes. Desconcierto que continuó al estar en aquel espacio y ver a las personas acercando a las fotografías las velas encendidas con las cuales entraban a la exposición; las vi reparando en cada detalle de los objetos fotografiados, buscándose en ellos, identificándose en ellos. Muchos de los presentes en aquel instante resaltaban la belleza de las fotografías de Erika y el esmero por crear un espacio bello. Y es por este tipo de reacción que la artista logró confirmar que lo bello es una condición primordial para dignificar a quien ha padecido sufrimiento y dolor. La rama de un pino, una camisa, un pantalón, una caña de pescar, un documento, una foto, una libreta de calificaciones dejan de ser objetos, son agentes del mundo sensible; son materiales vivos, cargados de significados y elevados a la calidad de personas. Y esto porque las cosas están dotadas de cualidades que las validan para interactuar en el mismo nivel de las relaciones sociales de las personas humanas. Lo que estoy afirmando queda demostrado cuando, en el contexto de la exposición en el municipio de La Unión, una mujer al ver la fotografía de un documento que había pertenecido a su hijo asesinado le preguntó a Erika por qué había puesto a su hijo de cabeza para abajo.
A modo de síntesis, la exposición “Río Abajo” implica participar de un momento en el cual el objeto deja de ser una mera representación. En otro sentido, abre la puerta para pensar que hay otras formar de aprehender lo hiperbólico y sin razón porque el lenguaje corriente –el verbal- está fundamen tado primordialmente en la función de representar y no en lo que la ausencia de lenguaje exalta: la expresión. De todas maneras, el tiempo será el agente encargado de permitir la reinscripción, reescritura y revisión de las memorias de la violencia que puedan surgir en esta región del Oriente Antioqueño. Ése será el antídoto para que no ocurra lo que una de las participantes de la marcha expresó luego de salir de la exposición: “Sentimos desconfianza de hacer público nuestro pensamiento”. Considero que el olvido no puede dejar de ser una mera condición de la memoria para ser una amenaza que pueda destruir caminos de reconciliación.