Los ‘silencios del dolor’: Una lectura del aspecto táctil de ‘Sudarios’ de Erika Diettes
por Ángela María Duarte
Grupo ley y violencia (http://grupoleyyviolencia.uniandes.edu.co) Universidad de los Andes
En la iglesia Santa Clara de Bogotá fueron expuestos 20 ‘sudarios’ (2), 20 fotos de gran formato impresas sobre telas de seda que colgaban a distintas alturas de hilos invisibles y que estaban distribuidas a lo largo del atrio central de la iglesia. Sudarios en los que estaba impreso el rostro doliente de 20 mujeres, su rostro trascendido y marcado por el dolor, el dolor –lo sabemos después- de haber presenciado la muerte violenta de alguno(s) de sus familiares… Ellas son testigos de la violencia en Colombia.
Así, la artista colombiana Erika Diettes enfrenta al espectador a sus ‘Sudarios’, a un recorrido por la distancia insalvable y muda de ese sufrimiento, del dolor que aparece en el relato de estas mujeres y que se congela en el velo. Un sufrimiento que es siempre (de) otro y que, sin embargo, se presenta –tal vez en otra forma de presencia– como algo velado, algo flotante, como ‘presente’ a pesar de que ellas y lo acontecido estén ausentes del espacio ‘sagrado’ de la iglesia. Es una presencia que se materializa en la tela, en nuestra posibilidad de tocarla, pero en el contacto imposible con el dolor y las vivencias que ‘representa’, en la posibilidad de enjugar las lágrimas, pero nunca de consolar el rostro, de devolverle su tranquilidad.
‘Sudarios’ de Erika Diettes pone al espectador en una posición de ‘testigo’ de este sufrimiento-otro al recrear la experiencia de impotencia frente a la violencia. En efecto, las dinámicas del conflicto colombiano se han caracterizado por una teatralización de la violencia en la que los ‘victimarios’ crean un público, en su mayoría constituido de mujeres, que permite transmitir la ola del horror hacia otros lugares. En la obra, somos los espectadores los que observamos a quienes observaron los hechos. Somos, por lo tanto, testigos secundarios que, como lo diría Mieke Bal (3), han llegado demasiado tarde a la acción y por lo tanto, no pueden hacer nada ya con respecto al acto de violencia en sí o frente al sufrimiento de las mujeres fotografiadas.
Sin embargo, esta experiencia de dolor de aquellos rostros que vieron y vivieron un dolor inimaginable y ajeno a nosotros, ‘nos toca’. Ante este sufrimiento hay sentimientos de por medio, ‘hay’ un cuerpo y una sensibilidad del espectador que no pueden negarse y que también pueden decir mucho sobre la posibilidad del arte de tocar a otros y de ‘activar’ (también como lo diría Bal) una conciencia crítica frente a un contexto que sigue produciendo testigos y ‘víctimas’.
En este texto reflexionaré sobre las formas en que la obra nos ‘toca’. Para ello, partiré de una breve descripción de las imágenes presentadas en la instalación. En segundo lugar, analizaré su ubicación en la iglesia para poder pensar, en la tercera parte, en la posición del espectador frente a su obra.
Al entrar a la iglesia vemos veinte sudarios suspendidos. Las fotos ampliadas y traslúcidas, los rostros (de las) dolientes con los ojos cerrados, aluden a un erotismo de santidad (4) que recuerda el “Éxtasis de Santa Teresa” de Bernini, así como a una desnudez que parece trascender el ámbito físico para exponer el rostro y la singularidad del dolor de cada mujer fotografiada. Hacen referencia al instante en el que el dolor parece excederse a sí mismo y que, por eso, sólo puede materializarse en un gesto, en el rostro del dolor, que ya no contiene las lágrimas sino que parece no poder consolarse con ellas. Los sudarios aluden a lo que la artista llama con respecto a ‘Río abajo’, otra de sus obras, el momento del testimonio en el que sólo hay “ahogo del llanto”, el momento en el que el sufrimiento es el exceso del sufrimiento y por eso ya no se puede decir, ni siquiera a través del llanto. Es el ‘silencio del dolor’ (5), lo ‘trascendental del dolor’ (6).
Silencio que, sin embargo, queda fotografiado, detenido, ex-puesto e impreso en la seda translúcida, en estos ‘sudarios’ que no cubren el cuerpo del testigo –cubren tal vez, de otra forma, aquel otro cuerpo que se ha perdido por la violencia-, sino que exponen el rostro del dolor y su carácter fantasmático. El rostro de estas mujeres está expuesto, expuesto ante la cámara, expuesto al espectador, expuesto al recuerdo del horror. Y, no obstante, es un rostro que permanece en la distancia. Se expone, está presente en la escena y al mismo tiempo se ausenta, está ausente físicamente. Lo que está retratado no es su dolor, sino la materialización de su exceso en un instante: un momento congelado de su testimonio, una huella de ese sufrimiento, no por ello menos testimonial. Me explico: las fotos fueron tomadas en una sala, un ‘estudio’, en el que se reunieron en distintas ocasiones la artista, una terapeuta y algunas de las mujeres. Ellas contaron su historia, lo que tuvieron que presenciar y que, en ocasiones, vivieron en carne propia. En el momento más álgido del testimonio, la artista toma la foto y, en el parpadeo de la cámara, congela el instante del sufrimiento y lo atestigua.
Considero que si bien las fotografías de Diettes son de muy alta calidad, en términos de nitidez y de técnica fotográfica, y si bien podrían considerarse como una estetización de los momentos de sufrimiento de los otros a partir de la ‘encarnación’ del dolor y de su continua tensión con el erotismo, hay algo más sutil y profundo en la forma en que las imágenes representan la singularidad y exceso de este sufrimiento. Hay dos razones principales que podrían ayudarnos a justificar este punto: la primera tiene que ver con la forma específica en la que las imágenes evocan el dolor, con las fotografías mismas y su disposición en la iglesia, mientras que la segunda tiene que ver más con la posición del espectador que es exigida por este modo de representación.
Como lo sugerí anteriormente, la obra de Diettes no (re)presenta el dolor, presenta su huella en los rostros, en la (in)materialidad de los cuerpos y evoca en el instante fotografiado tanto el hecho violento como el cuerpo perdido. Así pues, los sudarios son sudarios sin cuerpo, sin un cadáver que ‘velar’ porque lo que queda es tan sólo el rostro del sufrimiento, del dolor que no nos es completamente ‘presente’ porque se nos presenta sobre velos, como una experiencia velada.
En efecto, esta experiencia está velada –o tal vez, incluso, nos es vedada- porque en estricto sentido la obra no cuenta nada. Vemos únicamente los ojos cerrados de las mujeres –sólo una los tiene abiertos y parece impávida ante el horror. Así, las imágenes suspenden y prolongan este instante de tal forma que la experiencia se concentra en los rostros, produce el gesto de dolor, y no parece poder huir. Se trata pues de un congelamiento del parpadeo que mantiene la experiencia en la presencia, como secreta, no develable y ajena. Este instante alude a la ruptura que significa el evento violento en la vida de estas mujeres, es un gesto que afirma la partida y la muerte del otro, aquel otro que sólo permanece en su recuerdo. Es en este sentido que aluden a un duelo suspendido, a la imposibilidad de ‘velar’ a aquél que se ha ido, un duelo irresuelto y tal vez irresoluble, a la fractura de los rostros de los dolientes por el dolor y el recuerdo.
Es así como las imágenes le otorgan al dolor un lugar más elevado, un lugar de reconocimiento de la distancia y de la imposibilidad de compartirlo, un lugar que incita respeto por el sujeto fotografiado. Este proceso de sublimación (7) del dolor aunque no de la violencia que lo genera es además un proceso que es performado al ubicar las imágenes en una posición más elevada que la del espectador, una posición que, además, es análoga a la posición de las imágenes sagradas de la religión católica. El levantamiento y la sensación de movimiento que de allí surge genera un ambiente particular en las iglesias que se ha expuesto la obra: una necesidad de callar ante las imágenes, de respetarlas. Y, además, refuerza la idea presente en muchos de los testimonios de estas mujeres, según la cual los actos de violencia que presenciaron las hace estar muertas en vida, las hace ser seres-en-elmundo- fuerade-este-mundo (8), les da, como lo hace también el carácter traslúcido de las fotografías, un carácter fantasmático que evoca la presencia de aquél que ha muerto. Es por esto que, para Diéguez, las fotografías son alegorías, son lo que Didi-Huberman llama el “vestigio material del rumor de los muertos” (citado en Diéguez, p.2).
De esta forma, la obra valora y recupera ese dolor de los testigos, de las mujeres y lo que les es singular al otorgarles un lugar distinto en el espacio ‘sagrado’ de la iglesia, un lugar que visibiliza el dolor que tradicionalmente se relega al ámbito de lo privado y que en ocasiones se llega incluso a negar. Esta visibilidad no es, sin embargo, una universalización del dolor y del papel de testigo de la mujer en el conflicto colombiano. Si bien la obra visibiliza ambos puntos a través de la presentación de estas fotografías –y el plural aquí es importante-, la obra no hace de su dolor algo equiparable o colectivo: por el contrario, muestra lo que tiene de común el dolor y la impotencia de haber sido testigos sin entrar en detalles de la particularidad de la vida o de la historia de cada una de las mujeres (9).
Y aunque vemos tan sólo una huella de este sufrimiento particular a cada una de las mujeres, este dolor (de) otro ‘nos toca’; nos produce alguna sensación, un ‘dolor’ que no es y no podrá ser nunca su dolor.
Recordemos que nosotros–y tal vez, como advierte Susan Sontag, habría que cuestionar la posibilidad misma de este ‘nosotros’ (10) –la experiencia de violencia, quizá– quizá-, algo que debe ser de-velado. No obstante, el recorrido por la obra demuestra que no hay más allá, sólo hay telas. Sólo ‘hay’ el dolor congelado en el recuerdo, en la imagen que no nos devuelve la mirada, el sufrimiento que no se puede decir ni ver ni tocar, que se desborda en y a través del velo. ‘Sudarios’ hace comparecer, desde su ausencia y desde la puesta en escena de la impotencia de quien está como diría Sontag ‘ante el dolor de los demás’, la imposibilidad de sentir el dolor del otro, de compartir su dolor, pues la relación con ellas y con el hecho está truncada por la distancia, por nuestra llegada tarde a la obra y por la distancia que separa también a la testigo del evento violento. Nos hace testigos secundarios de una experiencia velada: las observamos y sin embargo no podemos apropiarnos de su visión.
Y, sin embargo o tal vez precisamente por eso, la obra nos expone a un dolor distinto. A la evidencia de nuestros propios límites y de la imposibilidad de hacer algo más que enjugar las lágrimas, de repetir el movimiento del lienzo, de cubrir las heridas en un intento por lo demás imposible y al mismo tiempo urgente de consolar al otro, de mitigar su dolor y de ‘resolver’ su duelo. Es en este sentido que la obra traduce (11) un sentimiento sin presentarlo en el levantamiento de los velos y en la ‘velación’ del duelo irresuelto. Hace que el residuo de la experiencia nos toque (de hecho, podemos tocar los velos y ellos nos tocan desde lo sensible), pero que al mismo tiempo no la podamos hacer presente, reproducir o comprender su sentido porque la experiencia y el dolor se mantienen como ‘intocables’. ¿Podría pensarse que este tacto es precisamente de donde parte la posibilidad de una configuración distinta de la mirada del espectador, de donde parte el llamado a su respuesta?
Volvamos entonces al tacto.
Podemos tocar la materialidad de los velos, pero no lo que Ileana Diéguez llama el “instante en el que el duelo se cristaliza en [los] rostro[s]” (Diéguez, presentación. P.2) ni la experiencia de violencia. Es un tacto que, por lo tanto, no puede ser una impresión, toque o conocimiento de lo recordado por las imágenes. Es un tacto en la distancia. Es un tacto que nos hace sentir y que hace tangible nuestra impotencia de testigos secundarios frente al dolor cristalizado en los rostros y frente a la violencia. De esta última lo único que podemos tocar es el velo y nuestra imposibilidad de ver lo que evoca, la experiencia que se ausenta y se levanta en el espacio de la iglesia. Y, lo que queda de esta imposibilidad de ver más allá del velo, es la reflexión sobre nuestra propia mirada al pasado, sobre un pasado al que ya no podemos llamar común ni propiamente ‘nuestro’. Se interrumpe de esta forma la mirada del espectador con la promesa de un pasado imposible de ver y, a partir de entonces, la obra devuelve la reflexión hacia nosotros mismos, hacia la imposibilidad misma de llamarnos nosotros, un nosotros con una mirada compartida o con un pasado compartido.
Así, al hacer tangible nuestra impotencia, ‘nos’ sitúa en un ‘nosotros’ fragmentado que no puede compartir la mirada con el sujeto fotografiado ni consigo mismo ni tampoco con los demás que están en la sala. Es en este sentido que la instalación de Diettes es lo que Bal llama un flash, una interrupción de la mirada por la luz enceguecedora de la singularidad del otro que se sigue de una ampliación del campo de visión hacia, tal vez, otros sentidos, hacia otras formas de entender el pasado y el nos-otros mismo, hacia una comprensión crítica del contexto colombiano abierta a otras formas de hacer memoria. Flash, interrupción de la mirada colectiva y del ‘tacto’ que podría entenderse, de la mano de Cathy Caruth, como un ‘despertar ético’ del espectador. Como un ‘despertar’ ante nuestra posición de testigos secundarios frente a estos ‘otros’, a la imposibilidad de tocarlos o de asimilarlos racionalmente, y al mismo tiempo, como una apertura a su llamado.
La obra y su disposición nos llaman, llama a este nosotros fragmentado, a mirar de otra forma, a abrir los ojos, allí donde ellas no pueden hacerlo, a ver y a escuchar el dolor de los otros en lo que tiene de particular, de otro. Al ‘tocarnos’ la obra nos ‘despierta’ a mantener el espacio de la mirada, y del tacto mismo abierto a la posibilidad de sentido allí donde no ‘escuchamos’ una respuesta, allí donde nos encontramos con un velo que no nos responde, pero que nos llama de otra forma. La obra nos invita entonces a ‘escuchar’ el dolor que no se puede decir, a responder críticamente ante la forma específica en que las imágenes nos ‘hablan’. Así, en tanto que interrupción o diríamos, en tanto que tacto, las obras podrían despertar-nos, primero, a una mirada crítica frente al contexto colombiano y, sobre todo, a la exigencia de escuchar al otro en la forma específica en la que puede ‘tocarnos’, a la exigencia de mantener el espacio y la posibilidad de que siga ‘tocándo-nos’.
1 Este artículo es parte de una investigación en curso sobre las posibilidades éticas que abre el arte en relación con el conflicto colombiano que se lleva a cabo actualmente en el grupo de investigación Ley y Violencia de la Universidad de los Andes. Una versión más completa hará parte de una próxima publicación del grupo.
2 La instalación ha sido expuesta en varias iglesias de América Latina. En octubre del 2012 se encontraba en el Templo el Señor de las Misericordias en Medellín, Colombia.
3 Bal propone esta noción a partir de la obra de la artista colombiana Doris Salcedo en Of what one cannot speak : Doris Salcedo’ political art.
4 Cfr. Ileana Diéguez en la descripción de la exposición.
5 La artista lo afirma en una entrevista con Juan Calle para el blog Tertulias fotográficas con respecto a Río Abajo, otra de sus obras. La entrevista completa se puede encontrar en: http://tertuliasfotograficas.blogspot.com/2008/11/ erika-diettes-ro-abajo.html
6 Ileana Diéguez en la presentación de la exposición. El texto completo está en la página personal de la artista.
7 Como lo sugiere Ileana Diéguez, “[s]ublimar el dolor no es representarlo, sino hacerlo trascender en una imagen. Pero la experiencia dolorosa no puede ser representada en ninguna imagen, [es] apenas evocada o alegorizada” (Diéguez, presentación).
8 El término es introducido por Nancy en Noli me tangere a propósito de la condición de Cristo después de la resurrección. Parece especialmente pertinente en el contexto del carácter fantasmático de estas imágenes en relación con el espacio en el que se exponen.
9 Esto no equivale a abstraer las diferencias de las experiencias de cada una en una idea universal de lo que sería el dolor de la mujer colombiana en la guerra. Lo que sucede más bien es algo bastante parecido a lo que resalta Mieke Bal de la obra de Doris Salcedo: la obra de Diettes se encuentra entre la particularidad de la experiencia de cada una de estas mujeres y la universalidad de su condición de testigos. Apunta a la singularidad de cada dolor. Por eso, las fotos son todas distintas y la mayoría de las mujeres lleva joyas que aluden a motivos religiosos y que personalizan las imágenes porque hacen referencia a las diferencias de las vidas de todas ellas.
10 Ver la discusión al respecto en el primer capítulo de Ante el dolor de los demás de Susan Sontag.
11 Aquí habría que hablar de la noción de traducción que tiene Bal en Beautiful suffering.
Bibliografía
Agamben, Giorgio. Remnants of Auschwitz, the Witness and the Archive. New York: Zone Books, 2002.
Bal, Mieke. Of What One Cannot Speak. Chicago: University of Chicago Press, 2010.
Bal, Mieke. “The pain of images”. En: Reinhardt, Mark, y otros, Beautiful Suffering: the traffic in pain. Chicago: University of Chicago Press, 2006.
Caruth, Cathy. “Traumatic awakening” en Unclaimed Experience. Trauma, Narrative and History. Baltimore: The JohnHopkins University Press, 1996. pp. 91-112
Diéguez, ileana. Cuerpos ex –puestos. Prácticas de duelo. Bogotá: Cuadernos de la MITAV – Universidad Nacional de Colombia. 2009.
Diéguez, ileana. Sudarios. En: http://www.museodeantioquia.org.co/boletines/ Sudarios_Ileana_Dieguez.pdf
Diettes, Erika. ‘Sudarios’. http://www.erikadiettes.com/html/esp/sudarios.html
Diettes, Erika. http://www.youtube.com/watch?v=xFB5WERb0UA
Garrido, Juan Manuel. “Le corps insacrifiable”. En: Chances de la pensée. París: Gallimard, 2011
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Nancy, Jean-luc. Répondre du sens. 2000.
Nancy, Jean-luc. La representación prohibida, seguido de La Shoah, un soplo. Buenos Aires: Amorrortu, 2007.
Oyarzún, Pablo. Imagen y duelo.
Padilla, Christian. Sudarios. En: http://www.erikadiettes.com/links/esp/ resennas/sudarios/SudariosCPadilla.pdf
Sontag, Susan. Ante el dolor de los demás. Bogotá, Debolsillo, 2011