Insinuaciones de la mor(t)alidad y Los sudarios de Erika Diettes
por Dr. Marcus Bunyan
Hoy en día existe un vasto repertorio de imágenes que hacen más difícil mantener una suerte de moralidad defectuosa. ¡Que las imágenes atroces nos espanten! Aunque solamente son fichas, y de ninguna manera pueden abarcar la mayor parte de la realidad a la cual se refieren, sí cumplen un papel importante. Las imágenes dicen: “Esto es de lo que son capaces los seres humanos, lo que pueden hacer voluntariamente, con entusiasmo y con fariseísmo. ¡No lo olvide!”.
Susan Sontag. Regarding the Pain of Others (Ante el dolor de los demás), 2003.
Cuando la editora Esther Gyorki me solicitó escribir este ensayo del catálogo de la Bienal Internacional de Fotografía Ballarat sobre la obra Sudarios, de la artista colombiana Erika Diettes, su trabajo me hizo reflexionar. ¿Qué podría decir que hubiera sido pertinente, agudo y que me saliera del corazón? En mi carta a Esther, le respondí que necesitaba investigar un poco el fondo del asunto: “Este es un tema difícil, por lo cual quiero asegurarme de que puedo hacerle justicia bien antes de comprometerme a escribir sobre ello”. De la manera coordinada como sucede en el mundo a menudo, al final de cuentas el texto se dirige a este tema específico: la justicia.
Sería fácil relatar lo básico. La artista y antropóloga Erika Diettes viajaba a Medellín –ciudad que tiene una de las tasas de criminalidad más altas del mundo y es la sede de uno de los carteles de la droga más grandes en Colombia– para entrevistar a mujeres que habían presenciada la tortura y el asesinato de sus seres queridos.
Diettes tomaba fotos en blanco y negro de esas mujeres, cuyas figuras fueron estrechamente enmarcadas, en un momento de gran vulnerabilidad, cuando todas –menos una– cerraban los ojos. Las veinte fotos resultantes se imprimieron sobre paneles de seda de dos metros de altura y componen la obra Sudarios (el sudario es un lienzo que se pone sobre el rostro del difunto o en el que se envuelve el cadáver; se conoce también como mortaja –shroud en inglés–, que cubre o amortaja el cuerpo del muerto). Desde el principio, la artista tenía claro que iba a imprimir esas imágenes sobre seda y concibió así la instalación antes de tomar las fotografías; es decir, la previsualización fue un aspecto clave.
La obra se expone generalmente en espacios religiosos, tales como iglesias y conventos, acompañada de una banda sonora, apenas audible, de los suspiros de una voz femenina. Aquí en Ballarat, las telas cuelgan en el interior del viejo edificio de la Bolsa de Minería (Mining Exchange), un antiguo bastión del poder y de la riqueza en la época colonial, el cual ofrece un apropiado simbolismo para la presentación de esta obra, porque la tortura siempre expresa el poder que una persona ejerce sobre otra. El espectador puede caminar entre estas realidades flotantes y así entender el dolor de las mujeres afligidas, como si fuera partícipe de una procesión ceremonial o tal vez de un cortejo fúnebre.
Al crear un espacio alegórico para el luto, la obra de Diettes actúa como un rito funerario tanto para los vivos como los muertos, como un acto de lamentación puesto en un contexto esplendoroso. Las imágenes evocan la representación de la muerte de san Sebastián y los rostros traen a la memoria “el sufrimiento intenso de los santos y los mártires católicos, pero también de los refugiados y de las víctimas de traumas contemporáneos”. En cambio, debido al estrecho marco de las imágenes, se esconden las atrocidades infligidas al cuerpo. “No se puede evitar sentir que sus exhalaciones lo están atravesando a uno”, comenta Diettes, en referencia a las flechas que atraviesan el cuerpo de san Sebastián. Diettes abre un espacio ante la cámara para el “ser” del hombre dentro de su contexto, un terreno de “llegar a ser” –o el “llegar a ser” en sí–, donde los horrores están escritos sobre el rostro de la mujer mientras su boca entona silenciosamente un lamento. Basta mirar esas bocas, cada una retorcida de agonía, cada una vociferando su memoria de terror.
Son imágenes del trauma y del dolor que se enfrentan al documentar los continuos efectos de la atrocidad sobre la mente del espectador, ya que retratan el efecto de la intim(id)ación, donde las insinuaciones de la mortalidad se evidencian en la eliminación de una identidad, nuestro querido id, la cual revela lo íntimo, expresado por las joyas que visten las mujeres, artificio que atrae/adorna y que habla de la dignidad y el confort de la mujer, al igual que de su compromiso con el mundo, como una prolongación de la fe en sí misma.
Las señas de cómo estos asesinatos borraban a sus víctimas están rearticuladas por la obra de Diettes. Los cuerpos se hallan en un estado de animación suspendida y agonía sin fin, mediante un acto de reterritorialización. Al vaciar a los seres queridos, mostrando su discontinuidad y desterritorialización, y la reterritorialización/re-aterrorización de aquel espacio mediante la memoria, retratadas en el rostro de las mujeres, las imágenes remoldean y representan asuntos del poder, de la dominación y del abuso. Mediante el dolor y el luto suspendidos, la desaparición de algunos cuerpos y el habla de otros, las imágenes se vuelven una representación de una ausencia duplicada, un memento mori duplicado, ya que las fotos retratan a las mujeres –volviéndolas muertas– de la misma manera que ellas mismas recuerdan la violencia ejercida ante ellas con los ojos cerrados –igual a los muertos–, rememorando la muerte del ser querido con el poder de ver de la imaginación.
La imagen de la víctima se ha vuelto un fantasma, una huella grabada en la cara de un familiar, una huella de aquel que “pervive y da testimonio de un estado desaparecido” en el arte, porque si el arte está vinculado a la memoria y a lo que sobrevive, es desde la perspectiva de su propia corporalidad/realidad de cuerpo muerto (corpseoreality), su propia materialidad frágil y fantasmal, como estas imágenes emergen: el ahorcado, la ahorcada. Los sudarios recrean, pero siempre graban el pasado mediante la interacción con el presente: son un palimpsesto en el cual “las memorias personales siempre están entretejidas con la conciencia histórica” y constantemente se reescriben.
Por supuesto, las fotos despiertan nuestra simpatía, pero sobre todo nos hacen sentir la terrible vulnerabilidad de las mujeres, mientras nos conducen hacia una complicidad incómoda, como testigos indirectos del suceso. Normalmente, cuando el espectador mira una fotografía, es un testigo secundario, pero en este caso el espectador se vuelve un testigo terciario: frente al suceso real, a la memoria de aquel suceso grabada en la cara de las mujeres captadas por la cámara, y a las mujeres vistas ahora por el espectador. Así, se produce un efecto osmótico mientras una imagen se sobrepone a otra. Aun cuando un suceso termina, “se queda una posimagen o eco que persiste… un espíritu o un residuo, una huella”. Estas imágenes son como las imágenes del Holocausto. Apenas las vemos, se nos involucran en una narrativa –y estamos indefensos durante este proceso–, la cual es parte esencial de la historia.
El trabajo de Diettes reenmarca el tema, porque no hay un marco de referencia tradicional para el espectador, sólo una memoria de aquella referencia en forma de sudario fantasmal. La definición normal de la palabra sudario ya no se puede aplicar a esas imágenes, porque la tela ya no envuelve un cadáver sino que representa/ retiene una huella de algo que alguna vez estuvo muerto.
De la misma manera en la que “las fotografías de los espíritus” victorianas consolidaron una realidad fragmentada y desconocida, estas apariciones de los difuntos se ponen de manifiesto y apenas por un momento se condensan en la cara de las mujeres adoloridas. El que observa estas imágenes no ve al portador –muerto– de mensajes, sino solamente sus sombras reflejadas en el dolor de sus seres queridos, envueltos en recuerdos. Sentimos que las mujeres no nos miran, sino que el aura de su acto de ver invisible se dirige a nosotros desde un punto fuera de su contexto normativo, desde un punto detrás de sus ojos. Es este impreso en los Sudarios, el impreso de sus memorias, el que viaja hacia nosotros desde grandes distancias, el que nos envuelve en el dolor y en las sombras.
“Es el sentir especial de la ‘presencia’ de una obra, efectuado no por quedar donde es, sino porque atraviesa fronteras y así nos llega desde una distancia y nos mira, aun cuando no parece hacerlo. Es donde la obra parece estar particularmente destinada a nosotros, aunque es distante de nosotros”.
Si la fotografía es realmente “la experiencia captada”, entonces Diettes explora el humor adquisitivo de esa arma de la conciencia, probando los límites del medio y moldeando el espacio dentro de las condiciones disponibles. Sus imágenes se vuelven imágenes de la capacidad de sentir, las cuales permiten al espectador vivir con los ojos abiertos –mientras los ojos de las víctimas están cerrados–; le permiten estar consciente de las injusticias del mundo y no permanecer en silencio. La obra de Diettes no tiene que ver con la remembranza; se dirige más bien a su propio deseo de “no olvidar”, en espera de una respuesta… y de acordarnos de la responsabilidad de crear el arte para responder a la mor(t)alidad.
Como seres humanos, debemos luchar por el derecho a ser escuchados y a utilizar el arte como un lenguaje que permita visualizar nuestra experiencia y así abrirla a la interpretación. Hay que plantear preguntas sencillas y –creo– hay que vociferar preguntas innegables. Y para responder a aquellas preguntas –por ejemplo, si el poder puede corromper a una persona, ¿qué debe hacer ella al saber que, si no lo utiliza, sería usado en su contra?–, la inteligencia, la justicia y la ética deben estar al servicio del arte. Mientras que la verdad humana puede ser efímera, valores como la justicia no lo son: el reto es definir la justicia y vivirla. Y que los artistas la desplieguen.
Uno pone la inocencia en el corazón de la depravación humana, y ruega para que sobreviva.
Dr. Marcus Bunyan Mayo de 2013