DAR GRACIAS
Hace nueve años inició el camino de Relicarios, una obra de dar y recibir constantemente, que surgió con el fin de, entre otros propósitos, ofrecer un resguardo a los objetos que atesoran el recuerdo vivo de los seres ausentes por el conflicto armado colombiano. A la fecha de hoy, el portafolio 3/3 de Relicarios, es decir, uno de los tres archivos fotográficos completos de la obra, ha sido acogido y resguardado en la Biblioteca de la Universidad de Bolonia. Este archivo consta de 165 dípticos, lo que corresponde a 330 fotografías, en tamaño real de los relicarios, y que dan cuenta de la obra desde una perspectiva cenital y otra lateral.
Este acontecimiento significa un gran logro en cuanto a la preservación y cuidado de estas memorias vivas, de estos archivos sensibles, al amparo de seres e instituciones conscientes de su importancia para víctimas, dolientes, sobrevivientes de la violencia, y para todos los colombianos en general. Les doy gracias por custodiar esta obra y ofrecer un recinto de suma belleza para que estas memorias permanezcan.
Agradezco especialmente a Alejandra Naftal, Directora Ejecutiva del Museo Sitio de Memoria ESMA - ex Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio, quien siempre ha sido generosa en su amistad y con mi trabajo, y porque gracias a ella se tejieron los puentes necesarios que dieron lugar a esta oportunidad. A Patrizia Violi le agradezco haberse conectado tan profundamente con la obra y hacer todo lo que estaba en sus manos para resguardar el portafolio de Relicarios en la Biblioteca de la Universidad de Bolonia y, por supuesto, a Giacomo Nerozzi, director de la biblioteca, por recibirlo.
Sin más palabras para expresar la enorme gratitud que siento, los invito a adentrarse en la reflexión de Patrizia Violi: Arte y memoria. Cuando los vivos encuentran los muertos.
Arte y memoria. Cuando los vivos encuentran los muertos
Patrizia Violi
1. Mnemosine y las Musas
El nexo entre arte y memoria tiene orígenes antiguos en nuestra cultura y sus lejanas raíces se remontan a la mitología griega, en particular, al mito de Mnemósine. Según la versión más difundida del mito, Mnemósine, perteneciente a la especie de los Titanes e hija de Urano (el cielo) y de Gea (la Tierra), fue la primera en descubrir el poder de la memoria y en dar nombre a las cosas. Zeus, enamorado de Mnemósine, se transformó en pastor y se unió con ella durante nueve noches en Pieria. De esa unión nacieron nueve hijas, las Musas, que en el mundo griego representaban el ideal supremo del arte, entendido especialmente como música y poesía: Clío, musa del canto épico; Euterpe, de la poesía lírica; Talía, de la comedia; Melpómene, de la tragedia; Terpsícore, de la lírica coral; Erato, de la poesía erótica; Polimnia, de los himnos y las danzas rituales; Urania, de la épica didáctica, y Calíope, de la poesía épica.
El mito no explica por qué es Mnemósine —la memoria— quien da vida a las Musas, pero nos permite imaginarlo: la memoria, según parece sugerir la narración mitológica, no es suficiente para recuperar lo que fue; necesitamos algo más, una facultad de orden distinto. El pasado no se despliega de manera objetiva, no permanece inalterado con el tiempo, como algo a lo que siempre es posible volver, hallándolo idéntico a como lo habíamos dejado. El pasado se aleja de nosotros, se pierde lenta e irremediablemente en el olvido, incluso cuando cuando es más querido para nosotros y cuando queremos retenerlo con todas nuestras fuerzas. Pero cualquier esfuerzo está destinado al fracaso, porque cada vez que intentamos recordar lo que hemos perdido surge algo distinto de lo que recordábamos o creíamos recordar, algo a menudo desconocido para nosotros mismos.
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Lo que fue se ha perdido para siempre, no podemos recuperarlo, sino solo evocarlo, reinventarlo, es decir, recrearlo.
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Que el acto de recordar se confunda cada vez más con la reconstrucción de un pasado que quizá nunca existió como tal es, por otra parte, un concepto unánimemente reconocido por todas las disciplinas que se ocupan de estudiar la memoria, desde la neurociencia hasta la historia. Bajo esta perspectiva, el mito de Mnemósine nos habla de algo muy actual, algo en lo que toda la investigación contemporánea sobre la memoria coincide: la memoria nunca es un simple registro del pasado, que fija estáticamente los eventos ocurridos, sino que reescribe constantemente dichos eventos, los cuestiona y, al hacerlo, los reinterpreta y les da un sentido nuevo y distinto.
Pero si el acto del recuerdo es un acto de reinvención del pasado, libre de los vínculos de una objetividad referencial imposible, recordar se convierte, más radicalmente, en un verdadero acto de creación. Por eso necesitamos el arte: la memoria requiere un descarte, una invención, una imaginación que solo el arte puede aportar. Porque si bien la historia nos permite conocer nuestro pasado, solo el arte nos da la capacidad de imaginarlo y, con ello, de hacerlo realmente nuestro. Lo que fue se ha perdido para siempre, no podemos recuperarlo, sino solo evocarlo, reinventarlo, es decir, recrearlo.
2. El pecado de Orfeo
Si todo esto aplica a la memoria en general, se vuelve aún más crucial en el caso de las memorias traumáticas, memorias de grandes traumas históricos, desde la Shoah hasta las dictaduras que en tantos lugares del planeta, especialmente en el continente sudamericano, han producido masacres, muertos, destrucción. La memoria de un trauma es algo muy singular: como la investigación psicológica y clínica ha demostrado ampliamente, los individuos que han sufrido traumas graves presentan trastornos particulares de la memoria: bloqueos, represiones y cancelaciones que a menudo impiden el propio recuerdo del trauma. Lo que aplica a los individuos también aplica, en cierta medida, a las comunidades, para las cuales recordar los traumas sufridos no es simple ni fácil. El arte, en estos casos, puede convertirse en un camino privilegiado para acercarse a los recuerdos traumáticos, para reelaborarlos, para hacerlos propios a través de la transposición de la imaginación.
No se trata, naturalmente, ni de “estetizar” el trauma ni simplemente de representarlo. Cuando trabaja con el trauma, el arte, para ser tal, no puede ser mímesis, sino reinvención, transposición a un plano distinto del real. El arte, en este caso, se presenta como una forma específica de conocimiento, una verdadera práctica teórica que constituye un aspecto muy relevante, pero no siempre adecuadamente considerado, de la práctica artística. Se podría hablar de una forma de investigación performativa caracterizada por emplear instrumentos distintos de la elaboración cognitiva pura, instrumentos que implican la acción corporal y la creación estética, donde se asume el pasado a través de la dimensión práctica del ‘que hacer artístico’. Un arte que es, ante todo, una forma metateórica de elaboración del luto y del trauma. Porque si la memoria siempre es el recuerdo de algo que quedó atrás, de un pasado que, como tal, se ha perdido para siempre, es precisamente de esa pérdida que nos habla el arte en particular: nos habla siempre de un luto. De ahí que la relación que vincula el arte y la memoria sea más compleja: siempre abarca implícitamente un tercer término, y ese tercer término es la muerte.
Y nuevamente, incluso en este aspecto, pueden servirnos de guía las grandes narraciones míticas, puesto que, si seguimos la sugerencia de Lévi-Strauss, los mitos no son más que grandes narrativas colectivas elaboradas cuando una cultura no ha logrado encontrar aún la manera de conciliar valores en conflicto y tensión entre ellos.
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No se trata, naturalmente, ni de “estetizar” el trauma ni simplemente de representarlo. Cuando trabaja con el trauma, el arte, para ser tal, no puede ser mímesis, sino reinvención, transposición a un plano distinto del real. El arte, en este caso, se presenta como una forma específica de conocimiento, una verdadera práctica teórica
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El mito al que me refiero aquí es el de Orfeo, mito que tiene que ver con el arte, la memoria y la muerte. Orfeo es un poeta, es decir, un artista, que pierde a su adorada esposa Eurídice. Pero los dioses, conmovidos por su dolor, pero sobre todo por la grandeza de su arte, le conceden una oportunidad: podrá llevarse a Eurídice del mundo de los muertos solamente si logra no voltearse nunca a mirarla durante el camino que desde el inframundo, desde el mundo de los muertos, la devolverá a la vida. Sin embargo, como sabemos, Orfeo no resiste: se voltea y mira a Eurídice, perdiéndola para siempre.
Debo confesar que esta historia siempre me ha producido una cierta incomodidad. No con el pobre Orfeo, naturalmente. ¿Acaso hay algo más natural que voltearse a mirar lo que se ha perdido? ¿Cómo es posible resistir? Lo que siempre me ha parecido insoportable no es la humana — compartible— debilidad de Orfeo, sino la magnitud del castigo. ¿Qué terrible interdicción ocultaba esa inhumana prohibición? ¿Por qué es tan grave y terrible voltearse a mirar lo que se ha perdido?
He reflexionado mucho al respecto y he llegado a la conclusión de que el verdadero delito era precisamente ese: mirar a la cara a los muertos, anular la distancia que nos separa de ellos, traspasar el confín que divide la vida y la muerte, infringir la ley no escrita que nos impone mantener siempre separados los dos territorios. Toda nuestra cultura se basa en esta segregación, desde los ritos funerarios de separación hasta la ubicación de los cementerios, y el mito de Orfeo nos habla de eso, de lo prohibido y peligroso que es romper esta barrera, mirar a los muertos, hablar con ellos. Pero es precisamente esto lo que hace el arte cuando se ocupa de la memoria: el arte nos obliga a posar la mirada en la muerte, nos obliga —y a la vez nos permite— mirar a nuestros muertos. El arte nos pone en relación con otro espacio, un espacio suspendido entre la vida y la muerte, donde podemos detenernos sin morir y sin transformar a los muertos en zombis, peligrosos e inquietantes fantasmas. De esta manera, se reanuda el vínculo entre los vivos y los muertos, cuestionando su ausencia, pero, sobre todo, dejando que ellos cuestionen nuestra presencia. Porque la muerte es asunto nuestro, concierne a los vivos, no a los muertos, a diferencia de lo que el sentido común nos haría creer.
3. Arte y memoria
Uno de los artistas que con mayor perspicacia y fuerza poética ha captado esta verdad es sin duda alguna Christian Boltanski, que a lo largo de toda su producción artística ha perseguido y materializado siempre y únicamente este nexo. Su arte no habla de los muertos, sino con ellos, es un diálogo continuo con quienes estuvieron y ya no están: las fotos que nos interrogan con sus miradas distantes y a la vez tan cercanas, las palabras, los susurros, los latidos del corazón que escuchamos, los objetos, los trajes amontonados en grandes pilas, las luces, todo en sus instalaciones es una incesante interpelación que nos hacen los muertos.
Entre los miles de obras que podría citar aquí, me limitaré a mencionar brevemente una de las más recientes titulada Ultima, una instalación performativa puesta en escena en Bolonia en 2017, durante solo tres días, en primicia mundial, con ocasión de Anime. Di luogo in luogo, la gran retrospectiva dedicada al artista en dicha ciudad, del 26 de junio al 12 de noviembre de 2017, con varias exhibiciones y eventos.
En el espacio completamente vacío de un teatro del que se habían sacado todas las butacas, los espectadores entraban en pequeños grupos y se hallaban sumergidos en la penumbra, rodeados de sonidos indefinibles. Frente a ellos, detrás de una sutil pantalla de gasa, había una hilera de muebles, butacas, sofás y mesas, todos cubiertos por telas blancas, como cuando se deja una casa al prepararse para un largo, larguísimo, viaje, quizá sin regreso.A los espectadores se les advertía al entrar que, cuando quisieran, podían acceder a este espacio por los lados, ya que la pantalla de gasa no se podía atravesar y marcaba un límite irrebasable. ‘Más allá de la pantalla’ se podía circular libremente por el espacio entre los muebles cubiertos con telas blancas, donde se escuchaban voces lejanas que provenían de equipos de radio ocultos entre el mobiliario. En un momento dado, entraban por los lados inquietantes figuras vestidas de negro, con una capucha negra y una especie de máscara de gasa que duplicaba las facciones del rostro, perceptible detrás de la fina gasa blanca. Las figuras recorrían el espacio junto a los espectadores y, de vez en cuando, se acercaban a uno de ellos susurrándole al oído una pregunta: ¿sufriste mucho?, ¿te diste cuenta?, ¿fue algo repentino?, ¿sentiste miedo?, ¿lo hiciste por tu propia voluntad? Esas frases, pronunciadas en voz baja por aquellas inquietantes presencias, cambiaban de golpe la perspectiva, invirtiendo el signo de los dos mundos —el de los vivos y el de los muertos—, y los espectadores comprendían en ese momento que eran ellos los muertos de aquella extraña instalación.
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El desaparecido posee un estatuto ontológico incierto: todo lo relacionado con su existencia se ha cancelado, no hay archivos que prueben su arresto, no hay rastro de su desaparición, su cuerpo —de hecho— se ha hecho desaparecer, borrando a menudo sus huellas dactilares para que, en caso de ser hallado, resulte muy difícil, si no imposible, su identificación.
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Es difícil explicar con palabras la particular sensación que suscitaba esa instalación en quienes la experimentaban: era verdaderamente como cruzar el umbral que separa a los vivos de los muertos, para hallarse por un corto tiempo ‘del otro lado’. El silencio atónito de todos los espectadores era la prueba más evidente de la potencia y la fuerza de esa sensación.
Con esta obra, Boltanski no solo nos pone a dialogar e interactuar con los muertos, sino que nos obliga, literalmente, a mirar el mundo desde su punto de vista, desde el punto de vista de quienes ya no lo habitan y se han marchado hace tiempo. Ultima representa, en este sentido, un ejemplo perfecto de cómo el arte no solo puede hablarnos del espacio inimaginable de los muertos, sino mucho más: puede construir un espacio donde los vivos y los muertos se encuentran, se miran, se hablan. El arte de Boltanski desafía la prohibición impuesta a Orfeo, se voltea para mirar hacia atrás, y nos obliga a hacerlo nosotros también.
En este sentido, la lección de Boltanski puede ser generalizada, permitiéndonos formular alguna hipótesis más general sobre el tema del arte y la memoria. Yo creo que, cuando el arte se ocupa de la memoria, siempre trabaja con una conexión entre dos espacios, poniendo en relación los dos bordes de una herida abierta que no se suele cuestionar. Pero no es para suturar, para cerrar una herida abierta, que trabaja el arte; el arte no colma el vacío de la ausencia, sino que cuestiona sus márgenes. En esta interrogación residen su sentido y su valor, incluso teórico, porque el arte resignifica el vacío y la pérdida, nos lo devuelve, no pacificado, sino resignificado.
Esto ha ocurrido, en particular, en los países de América Latina que han sido objeto de terribles dictaduras en las décadas de 1970 y 1980, dictaduras caracterizadas, especialmente en Argentina, por un fenómeno particular: el de la desaparición. Solamente en Argentina se habla de 30.000 desaparecidos, aunque la cifra jamás se podrá comprobar con certeza, ya que los militares responsables nunca han querido abrir sus archivos o revelar la ubicación de las fosas comunes.
El desaparecido posee un estatuto ontológico incierto: todo lo relacionado con su existencia se ha cancelado, no hay archivos que prueben su arresto, no hay rastro de su desaparición, su cuerpo —de hecho— se ha hecho desaparecer, borrando a menudo sus huellas dactilares para que, en caso de ser hallado, resulte muy difícil, si no imposible, su identificación. En 1979, el dictador argentino Jorge Rafael Videla, entrevistado por un periodista, describía justamente así, con involuntaria y trágica precisión, esta nueva categoría de víctimas de su dictadura: “Un desaparecido es una incógnita: no tiene entidad, no existe, ni muerto ni vivo”.
La desaparición instaura un régimen de invisibilidad y de ausencia que transmite de manera aún más dramática el dilema de Orfeo. Para Orfeo el no poder voltearse a mirar, es decir, el no poder ver, pertenecía al orden de la prohibición, ubicándose así en el plano de una modalidad deontológica: no DEBER ver. Sin embargo, en el caso de los desaparecidos el no ver se convierte en una imposibilidad ontológica: un no PODER ver debido a la ausencia del referente, debido a un vacío de naturaleza ontológica. Falta el cuerpo, y con él falta su rastro; lo que para Orfeo estaba prohibido, pero era posible, para los familiares de los desaparecidos es materialmente imposible.
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en América Latina ha sido y es sobre todo la práctica artística la que hace cargo de este irrepresentado, de darle voz y presencia, a partir de los lugares de la memoria que se transforman en lugares de arte, donde se requiere precisamente que la obra de arte desempeñe el papel de significar y transmitir la memoria de un pasado traumático.
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La cuestión —tan debatida especialmente en relación con el holocausto— de lo irrepresentable se transforma aquí en una cuestión de lo irrepresentado, en sentido literal. Si bien el arte puede, en general, poner en contacto a los muertos con los vivos y permitirles interactuar, en el caso de esos muertos fantasmas que son los desaparecidos va más allá, se convierte en instrumento de reflexión para dirigir el enfoque hacia algo dotado de un estatuto ontológico incierto, poniendo en discusión precisamente la naturaleza ontológica de ese vacío. Insisto en el aspecto reflexivo —y no solamente representativo— de este tipo de arte porque, como veremos, no está en juego un trabajo de mímesis por lo que respecta a lo real, sino una verdadera elaboración metateórica.
Por esa razón, creo, en América Latina ha sido y es sobre todo la práctica artística la que hace cargo de este irrepresentado, de darle voz y presencia, a partir de los lugares de la memoria que se transforman en lugares de arte, donde se requiere precisamente que la obra de arte desempeñe el papel de significar y transmitir la memoria de un pasado traumático.
4. El Parque de la memoria
En este sentido, es ejemplar el Parque de la Memoria de Buenos Aires, promovido a finales de la década de 1990 por varias organizaciones de derechos humanos e inaugurado definitivamente en 2007, con un modelo de gestión mixta público-privada. El parque se extiende por 14 hectáreas al norte de la ciudad, a lo largo de la gran arteria de la Costanera Norte, y a lo largo del Río de la Plata, donde arrojaban a los prisioneros aún vivos y aturdidos por las drogas. El parque no queda lejos del aeropuerto del cual partían los tristemente célebres vuelos de la muerte, e incluso hoy se escuchan desde el parque los motores de los aviones despegando, casi un recuerdo implícito del pasado que vuelve a entrelazar el hilo de la memoria presente y pasada.
El parque es un gran espacio dedicado al arte, donde hay varias instalaciones fijas y áreas expositivas para muestras temporales. Desde el principio, el propósito principal fue conjugar el arte y la memoria, evitando cualquier forma directa de representación o puesta en escena del trauma.
Atraviesa el parque un largo muro, con inscripciones de los nombres de las víctimas de la dictadura, cuya forma irregular evoca una herida abierta imposible de cerrar. Este es el único elemento directamente asociable, en términos referenciales, a la memoria del trauma de la dictadura; el resto del espacio es un gran parque, usado como tal por los ciudadanos, con varias obras e instalaciones ubicadas aquí y allá.
Hablaré brevemente de dos instalaciones que me parecen congruentes con mi propuesta de lectura: el arte como forma privilegiada, no tanto, o no solo, para resignificar la ausencia o para evocar a quienes hemos perdido, sino para abrir un espacio de contacto entre los vivos y los muertos, manteniendo en tensión los dos mundos.
La primera instalación es una obra de Claudia Fontes, Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez: concebida precisamente para la sede del parque, es una compleja operación conceptual, además de estética, que articula el tema de la aparición y la desaparición. Pablo Míguez era un adolescente de 14 años cuando lo arrestaron junto con su madre; fue probablemente torturado y obligado a presenciar las violencias a las que fue sometida su madre antes de ser asesinado y desaparecer sin dejar rastro. A Claudia Fontes le conmueve una coincidencia particular: Claudia y Pablo son coetáneos. Ambos nacieron en 1964 y tendrían hoy la misma edad si Pablo no hubiese sido masacrado. Claudia decide reconstruir la figura de Pablo, pero del joven solo existen dos fotografías: la foto del carné de identidad y una instantánea descolorida durante una excursión al río. A partir de esas fotos, y con la ayuda del mundialmente famoso Equipo Argentino de Antropología Forense y de los familiares del joven, se reconstruye en el ordenador la figura completa de Pablo, posteriormente fundida en tamaño natural y ubicada cerca del agua, a unos 70 metros de la costa, sobre una plataforma fluctuante que imprime a la estatua un ligero movimiento oscilatorio que sigue el vaivén de las olas. La estatua está de espaldas al parque y a la tierra, mirando hacia el horizonte por la parte del río, de manera que el rostro de Pablo no queda visible a los visitantes, que solo podrían verlo desde el río.
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La desaparición crea un vacío tanto a nivel figurativo, en el plano de la imagen, como a nivel narrativo: la ausencia de todo rito funerario, con su función de cierre, implica la imposibilidad de reconocer y compartir un punto final
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La estatua, pero también la historia de su construcción, que es parte integral de la misma, es un objeto semiótico complejo, en parte objeto artístico material, en parte narración de su propia construcción y en parte monumento funerario. A este respecto, vale la pena observar que la ceremonia en la que se emplazó la estatua en el río, más que una ceremonia de inauguración, recordaba una ceremonia funeraria, donde la estatua descendía desde lo alto, como si buscase su lugar de sepultura definitivo.
La obra de Claudia puede ser leída como la suma de muchos elementos simbólicos entrelazados: vinculada a la historia del río, donde tantos desaparecieron, alude a su suerte, siendo a la vez figura de una individualidad única, de esa vida singular que fue interrumpida, estatua funeraria y faro ideal para quienes navegan por esas aguas. Fundida en acero inoxidable, refleja la luz móvil del Río de la Plata, brillando al sol o, por el contrario, desapareciendo entre la niebla; su propia naturaleza física alude a un régimen de alternancia entre visibilidad e invisibilidad que se inscribe profundamente en la historia de las víctimas de la dictadura.
La obra de Nicolás Guagnini, 30.000, también tiene una fuerte connotación autobiográfica y personal vinculada a la vida del artista, un joven argentino de la generación de la postmemoria nacido en 1966. La obra se compone de 25 columnas blancas de metal, equidistantes entre sí, que forman la rejilla de un cubo. Según el punto de observación de quien las mira, las columnas pueden aparecer completamente blancas o mostrar manchas y fragmentos oscuros que, poco a poco, van tomando forma revelando un rostro, la foto en blanco y negro de un hombre: el padre desaparecido del artista.
Existe un solo punto perspectivo desde el cual se ve el rostro completo, permitiendo reconstruir la cara del hombre. La foto es aquella que la abuela de Nicolás, quien pertenecía al movimiento de las Madres de Playa de Mayo, llevaba en un cartel a las protestas, remitiéndonos así a los miles de retratos fotográficos de la misma naturaleza que aparecen en todos los lugares de la memoria en Argentina, así como en todas las manifestaciones de conmemoración. También en este caso, aunque de maneras distintas con respecto a la obra de Claudia Fuentes, resulta evidente una clara isotopía de la visibilidad y la invisibilidad: el rostro aparece y desaparece en función de nuestra posición como observadores, es decir, de la capacidad de nuestra mirada de captar una forma evasiva, reconstruida por la propia actividad de la visión y por su memoria. Del mismo modo, la obra es una manera no solo de recordar, sino también de entrar en contacto con la figura del padre perdido en una modalidad móvil y variable que no garantiza la adquisición definitiva del recuerdo, sino que exige que nos reubiquemos física y simbólicamente sin parar.
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cuando una historia no tiene conclusión, sino que resta suspendida, como la vida de los desaparecidos con su esencia fantasmal, nos resulta insoportable precisamente porque representa algo inconcluso y, como tal, impensable. Una historia sin final no puede ser una historia; simplemente nos remite a la atrocidad de un tiempo que nos elude.
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La obra de arte de Guagnini se presenta como una forma particular de elaboración de la pérdida, un modo de reflexionar, incluso teóricamente, sobre la memoria, su labilidad y, al mismo tiempo, su permanencia, su reaparecer y desaparecer, la alternancia de momentos de máxima visibilidad y lucidez con etapas de oscuridad e ilegibilidad. También esta obra, a su manera, rearticula la distancia entre la vida y la muerte, entre la presencia y la ausencia, abriendo un espacio intermedio, representado figurativamente por la falta de fijación visual de la imagen, en su oscilación entre legibilidad e ilegibilidad figurativa.
Ambas instalaciones pueden ser leídas como otras tantas formas de diálogo con los muertos, una elaboración teórica de la relación entre vivos y muertos, especialmente esos muertos literalmente desaparecidos en un espacio vacío, el espacio de lo irrepresentado al que aludía anteriormente. La desaparición crea un vacío tanto a nivel figurativo, en el plano de la imagen, como a nivel narrativo: la ausencia de todo rito funerario, con su función de cierre, implica la imposibilidad de reconocer y compartir un punto final, impidiendo lo que Ricoeur (1983) llamaba la conclusión narrativa de una historia. Para el filósofo francés, el tiempo solo es representable en la medida en que asume la forma de un cuento, de una historia; existe una necesidad fundamental e irreprimible de narrativizar la existencia, de contar y de contarse. Pero toda historia debe tener su final, ya sea triste o feliz; cuando una historia no tiene conclusión, sino que resta suspendida, como la vida de los desaparecidos con su esencia fantasmal, nos resulta insoportable precisamente porque representa algo inconcluso y, como tal, impensable. Una historia sin final no puede ser una historia; simplemente nos remite a la atrocidad de un tiempo que nos elude.
Ambas instalaciones problematizan este aspecto, no ‘cerrando’ las historias de Pablo o del padre de Guagnino, sino más bien abriéndolas en un espacio que es, al mismo tiempo, de reflexión y de imaginación.Ambas trabajan en ese espacio intermedio de la interdicción, ese espacio en el que jamás debemos posar la mirada, como nos advierte el mito de Orfeo, y ambas tiene el valor de voltearse a mirar e imaginar a quienes ya no están.
5. Presencia de la ausencia
En mi opinión, todas las expresiones más interesantes del arte contemporáneo en la América Latina de hoy giran en torno a este único eje temático, aunque con modalidades y lenguajes diferentes.
Quisiera concluir esta breve reseña con el análisis de dos casos distintos, ambos significativos para la línea de lectura que he desarrollado hasta ahora.
El primero es la obra Ausencias, realizada en 2007 en Argentina, Brasil y Colombia por el fotógrafo argentino Gustavo Germano. La obra consta de parejas de imágenes colocadas lado a lado y con una composición casi idéntica. La primera foto presenta retratos de hombres y mujeres jóvenes, antes de su desaparición, junto con otras personas, amigos o familiares, en distintas situaciones, algunas cotidianas y otras más formales, como bodas, fiestas, etc. En la segunda foto, la imagen se reconstruye exactamente a una distancia de 30 años: volvemos a ver la misma escena, con los mismos objetos y personas que aparecían en la primera foto en idéntica posición, pero el lugar del desaparecido está vacío.
La comparación con la primera foto nos hace reconocer con asombro la ausencia de algo, de alguien, en la segunda, y ese vacío se convierte de repente en el elemento esencial, aquel en que se centra toda nuestra atención. Así, la escena de una joven pareja arrodillada frente al sacerdote que los está casando es sustituida por la de la esposa sola, envejecida, arrodillada en la misma iglesia frente al mismo sacerdote, que también ha envejecido visiblemente. Ambos miran al espectador, que se convierte así en testigo de una ceremonia trágica. El vacío de la imagen, y en la imagen, adquiere así un fuerte carácter deíctico —él o ella ya no está aquí— similar, pero de signo opuesto, a la fuerza deíctica de la imagen fotográfica verdadera, según descrita por Barthes en su famoso ensayo sobre la fotografía (Barthes, 1980).
El vacío designa el aquí y el ahora de una ausencia que el observador intenta inevitablemente llenar, proyectando el recuerdo de la fotografía anterior que, esa sí, se mostraba ante sus ojos completa, llena, saturada. Ese espacio vacío en torno al cual se estructura la segunda fotografía es el espacio de lo irrepresentado que, al poner de manifiesto el paso del tiempo y su fuga hacia lo inconcluso, captura al observador en una especie de remolino. Nos hallamos frente al retrato inconcebible no tanto del desaparecido —visible solamente en la primera foto, es decir, antes de desaparecer—, sino de la desaparición en sí. Paradójicamente, la imagen evoca, refleja y hace palpable la ausencia misma de toda posibilidad de representación, pero al hacerlo pone en contacto lo que existe y lo que no, al que ha desaparecido y al que queda, la vida y la muerte. En el vacío de la representación logramos ver, a través de la imaginación, la presencia de la ausencia.
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esta no es una obra sobre la violencia, sino sobre el dolor de la pérdida
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Aquí se invierte el efecto punctum del que hablaba Barthes: ya no es la imagen de quien sabemos ausente la que atestigua la catástrofe ocurrida, sino que es su cancelación material la que representa de manera directa la ausencia. Si bien para Barthes era la presencia en la foto la que prefiguraba la ausencia futura, aquí la ausencia pasada —la desaparición ya ocurrida— se representa directamente en forma de lugar vacío. Entonces, el punctum ya no alude al pasado, “el énfasis desgarrador del noema (él/ella ‘fue’)”, sino al presente: él, ella ya no está, no solo en el tiempo, sino también en el espacio, porque ha desparecido de la representación, se ha convertido en un espacio vacío. Un vacío que también se adueña del futuro: él, ella no estará nunca más.
En esta obra también se pone en escena un encuentro entre vivos y muertos: el espacio vacío no es tan solo el signo de una ausencia, sino la presencia de esa ausencia que, parece decirnos Germano, aún existe y sigue viva en la vida de los que quedan, viva como lo estaba en el momento en que desparecieron esos jóvenes, que permanecerán siempre tales. De hecho, el tiempo está inscrito en estas fotos, el tiempo que deja sus rastros —y sus ofensas— en los cuerpos de los que quedan, inscribiéndose en sus rostros, en las arrugas, en los dobleces de la piel, mientras entrega inmutada al recuerdo la juventud y la belleza de quienes ya no están. El encuentro entre vivos y muertos se transforma aquí en encuentro entre dos temporalidades que logran coexistir únicamente en la imaginación de la obra artística: el tiempo en movimiento de los vivos y el tiempo detenido de los muertos solo pueden encontrarse en el espacio irrepresentable de la ausencia, que ninguna imagen es capaz de saturar. Ningún signo puede llenar el espacio figurativamente vacío de la segunda imagen; solo la imaginación y el recuerdo pueden habitarlo, reevocando a quien, en un tiempo lejano y perdido, ocupó esa posición.
Germano trabajó durante mucho tiempo con familiares y amigos de los desaparecidos para realizar su obra; después de localizarlos y presentarles su idea, se reunió con ellos muchas veces para reflexionar juntos sobre el sentido de la operación, en un verdadero proceso de elaboración del luto. Y quizá sea precisamente en esta práctica, incluso más que en la obra, por hermosa que sea, que reside el sentido más verdadero y profundo de esta creación artística. Es aquí donde Gustavo Germano vuelve a unir precisa y conscientemente la línea discontinua que separa a los vivos de los muertos, sin negar la fractura y la pérdida, sino trabajando en sus márgenes. Orfeo novel, Germano obliga dulcemente a los sobrevivientes a mirar el vacío de la ausencia y quizá, en ese mirar hacia atrás, les ayuda a encontrar una presencia distinta.
Me gusta asociar a la obra de Germano la de una joven artista colombiana, Erika Diettes, cuyo trabajo se acerca extraordinariamente al sentido de todas las obras que he mencionado hasta ahora. En este caso, analizaré la obra Relicarios, una instalación formada por 165 paralelepípedos que se presentan como tantos otros bloques de una sustancia llamada tripolímero de caucho, un material similar a una resina de color amarillo. Cada uno de estos bloques contiene uno o varios objetos que pertenecieron a una víctima de la terrible guerra que devastó Colombia durante más de 50 años, dejando cientos de miles de muertos y millones de prófugos obligados a abandonar sus casas y sus tierras.
Los objetos son muy variados: una camiseta, un juguete o un zapatito de cuando la víctima era pequeña, fotos, cartas, apuntes, un bolígrafo, una medalla... no hay más criterio que el de la elección de los familiares. De hecho, son ellos, en un cierto sentido, los verdaderos autores de esta obra, pues fue mediante el diálogo con las familias y los sobrevivientes que Erika construyó su relicario. En efecto, fue durante un larguísimo trabajo de contacto y plática con los familiares que se eligieron estos objetos, siempre por decisión de las familias afectadas. La artista comenzó su investigación en 2009 y la continuó durante 7 años, hasta la inauguración de la primera exhibición que tuvo lugar, en noviembre de 2016, en el Museo de Antioquía en Medellín.
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Los objetos que presenta Relicarios, con su inmovilidad congelada en la resina que permite verlos, pero a la vez los aleja a otro lugar inalcanzable e intangible, son objetos que han perdido su uso y, con este, su sentido. La pérdida parece extenderse de las personas desaparecidas a todo el universo material y simbólico que normalmente nos rodea y da sentido a nuestra presencia en el mundo.
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Relicarios es muchas cosas a la vez: es una sofisticada obra de arte, pero también un archivo sui generis, un testimonio poético y humano, al igual que una reflexión teórica sobre la muerte, sobre la elaboración del luto y sobre el sentido de los objetos. Y ante todo, como ocurrió con Germano, ha sido una larga y dolorosa práctica de la memoria: Erika Diettes pasó muchísimo tiempo con los familiares y amigos de cada una de estas víctimas, y ella, al igual que Orfeo, también se volteó para mirar a quienes ya no están y ayudó a los sobrevivientes a hacerlo, a pesar de la pena, a pesar del dolor y, a veces, incluso a pesar del riesgo real ínsito en el mero hecho de reevocar las historias de ciertas víctimas. Así, el trabajo del arte se convirtió a la vez en un trabajo de reelaboración del luto, capaz de reparar de una manera misteriosa el dolor de la pérdida.
Más aún, Erika no hizo distinción alguna entre las diferentes 'categorías' de víctimas: aquí hallamos los recuerdos de la mujer indígena y del militar, de quien solo fue una víctima inocente y de quien fue también persecutor. Este no es un relicario ‘de parte’, y si esa decisión ha levantado algunas críticas es porque, en mi opinión, su significado no ha sido plenamente comprendido. La obra artística no anula responsabilidades ni necesarios juicios políticos, sino que se presenta simplemente en otro plano, de la parte de los que quedan, para dar voz a esa mirada y a ese dolor; como dice la artista,[1] esta no es una obra sobre la violencia, sino sobre el dolor de la pérdida.
Del mismo modo en que lo hace Christian Boltanski con otros medios de expresión, Erika Diettes reúne a los que quedan con los que ya no están, y el lugar de dicho encuentro es la materialidad de los objetos. Objetos sustraídos al sinsentido del olvido y engastados para siempre en la materia. Los objetos deRelicariosson, en este sentido, objetos transicionales, operadores de una transformación que nos conduce del espacio real de las cosas al espacio simbólico de la memoria y la imaginación. Aquí los objetos son portadores de un doble estatuto: por un lado, son, literalmente,reliquias, algo indexicalmente vinculado a la persona desparecida, que le perteneció, que por ella fue vestido, usado, tocado, escrito. En resumen, un rastro, una huella de la persona que, como tal, no acarrea semióticamente una contigüidad causal. Es como si los objetos tuviesen en sí la capacidad de evocar de manera potente a quienes fueron sus dueños; pensemos, por no dar un ejemplo demasiado banal, en las montañas de zapatos o de gafas que hallamos en lugares de memorias terribles como Auschwitz. Por otro lado, los objetos también son siempre su propia historia, evocan una narrativa: ¿de quién fue ese objeto, cuándo lo poseyó, usó, vistió? ¿En qué fiesta, en qué encuentro se llevó esta colorida corbata? ¿Qué niña jugó con esta muñeca? ¿Qué soldado mereció esta medalla y por qué motivo?Relicariosno lo dice, pero permite imaginarlo, como lo hacía el mito. Erika Diettes recogió todas estas historias en su archivo personal, un archivo secreto e inaccesible a los visitantes, que jamás sabrán los nombres ni de quienes poseyeron, ni de quienes donaron, los objetos-reliquias que representan sus rastros. Las historias que estos encarnan son demasiado íntimas, demasiado personales para contarlas, pero todos los objetos, en su diversidad, narran una sola historia, la de todo lo que perdemos en la insensata violencia de la guerra. Los objetos que presenta Relicarios, con su inmovilidad congelada en la resina que permite verlos, pero a la vez los aleja a otro lugar inalcanzable e intangible, son objetos que han perdido su uso y, con este, su sentido. La pérdida parece extenderse de las personas desaparecidas a todo el universo material y simbólico que normalmente nos rodea y da sentido a nuestra presencia en el mundo. Sin embargo, a través de los objetos y de sus historias secretas, estos muertos parecen regresar a nosotros para atestiguar que en algún momento existieron y que todavía pueden hablarnos y, quizá, darnos un secreto consuelo.
[1] Comunicación personal.
Bibliografía
Barthes Roland, 1980, La chambre claire. Note sur la photographie, Seuil, Paris
Ricoeur Paul, 1983, Temps et récit, Seuil, Paris.
Capítulo incluido en el libro: Lizel Tornay, Victoria Álvarez, Fabricio Laino, Mariana Paganini (comps.) Arte y Memoria. Abordajes múltiples en la elaboración de experiencias difíciles, Buenos Aires, Ediciones Filo: UBA. En prensa.
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