Silencios. Memoria visual del Holocausto en Colombia*

Por Lorena Cardona González
Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina


Resumen

El presente artículo analiza la memoria, a partir del recurso de lo visual y lo fotográ-fico. Como un amplio dispositivo de recordación, la imagen ha funcionado como un elemento convocante y unificador del tiempo, es decir, en ella asisten el pasado y el presente de forma palmaria. No obstante, la imagen como objeto certificador de la experiencia, también se ha posado en acontecimientos desestructurantes y dolorosos, los mismos que han modificado las maneras de acercarse y aprender la historia.

En tal sentido, en este trabajo se estudia la obra fotográfica de la artista plástica colombiana Erika Diettes, quien por medio de la fotografía intenta capturar los rostros y recuerdos de treinta sobrevivientes judíos, quienes, a su arribo a Colombia, buscaron reconstruir su vida y hacerse un espacio nuevo en el país. Su obra denominada Silencios(2006) pretende traer el tema del Holocausto y la migración a los ojos de los colombianos, así como explorar el silencio que estos inmigrantes tuvieron con respecto a su historia, que se manifiesta como espacio de enunciación que se abre por medio de la imagen, los objetos y las palabras. Para lograr estos objetivos se toman como ejes dos elementos: el primero, relacionado con el proceso de construcción de la obra, en algunos escenarios de entrevista con la fotógrafa, en los que se trae a discusión la complejidad visual al producir una imagen en un contexto de dolor; el segundo elemento y, teniendo en cuenta el trabajo de Michael Pollak, se instala en las formas como la memoria se transforma en un componente esencial de la identidad, y a pesar de que esta sea traumática, sus tiempos, enunciaciones y escuchas, sufren aplazamientos, supresiones y ocultamientos. Estos componentes son lo que habilitan la mirada sobre la memoria del Holocausto en Colombia.

Palabras clave: Colombia, Holocausto, identidad, memoria, silencio, sobrevivientes.


Introducción

Con relación al Holocausto y a su memoria fotográfica se han planteado diversos problemas que se asocian a su modo de representación, a su forma de exposición y a las variables éticas que las imágenes aportan. Como todos los tópicos que intentan articular este tema, la fotografía no escapa a los debates suscitados en torno a sus presentaciones, exposiciones, tergiversaciones, retoques y encuadramientos; también se incluyen las polémicas de que las imágenes de la Shoah (1) exceden en el horror, y los litigios sobre el sentido y la legitimidad de su exhibición como prueba —no solo jurídica— de los crímenes perpetrados. Las contestaciones sobre estas imágenes han venido desde muy distintos campos, entre los que se afilian a su representación y los que refutan su figuración, entre los creyentes en la verdad testimonial y documental de la imagen, a los que obstinadamente afirman que la Shoah es un acontecimiento inimaginable y por tanto carente de representación visual.

Si hubo una empresa de desimaginación eficaz fue el nazismo, afirma Didi-Huberman (2004). No bastó con el exterminio o con la desaparición de sus víctimas, era necesario destruir las pruebas de su acción, sus archivos, dinamitar las cámaras de gas y evitar, a toda costa, los registros visuales de la fase más enigmática de su política de aniquilamiento. “‘Desaparecer las herramientas de la desaparición’ y con elloconvertir Auschwitz en inimaginable”(p. 40) (cursivas del original)era la más ferviente tentativa de los altos mandos nazis, pero no lo consiguieron. Justamente contradecir esa irrepresentabilidad es lo que busca Didi-Huberman al exponer y analizar cuatro fotos extraídas del infierno; cuatro imágenes tomadas en agosto de 1944 por los miembros del Sonderkommando, en el crematorio V de Auschwitz y que retratan nebulosamente la quema de cuerpos dentro de una fosa y los últimos instantes de vida de unas mujeres húngaras, antes de ser gaseadas. Cuatro fotografías, “cuatro refutaciones arrebatadas a un mundo que los nazis deseaban ofuscado: es decir, sin palabras ni imágenes” (2004, p. 39).

Para el autor, Auschwitz no puede ser pensado en términos absolutos; cualquier reducción a su inimaginable no es más que una salida fácil o perezosa del acontecimiento, una excusa para no mirar de frente algo que fue racionalmente pensado y, por tanto, posible de ser nuevamente leído e interpretado.

¿Es necesario, entonces, volver a decir que Auschwitz es inimaginable? Ciertamente no. Incluso hay que decir lo contrario: hay que decir que Auschwitz únicamente es imaginable, la imagen nos obliga a ello y, por eso, debemos intentar hacerle una crítica interna para llegar a arreglárnoslas con esta obligación, con esta incompleta necesidad. Si queremos saber alguna cosa del interior del campo, es necesario, en un momento u otro, pagar un tributo al poder de las imágenes. Y tratar de comprender su necesidad incluso a través de esta inclinación a seguir estando en falso. (Didi-Huberman, 2004, pp.75-76) (cursivas del original)

Pagar un tributo a la imagen parece ser un costo demasiado alto a la verdad que aporta, precisamente porque los problemas que contienen las imágenes no aparecen en su exhibición, sino en la relación que sus espec-tadores tienen con ellas, en los equívocos que plantean, en las capacidades de su evocación y en las formas como estas se ajustan para mirar otros acontecimientos. Es verdad, Auschwitz hay que imaginárselo, pero ¿qué pasa cuando estas imágenes se retienen en la mente y se replican de manera indiscriminada en otros sucesos? Las fotografías transforman y, al tiempo, consolidan criterios, como bien argumenta Susan Sontag, estas “no pueden crear una posición moral, pero sí contribuir a la construcción de una en cierne” (Sontag, 2006, p. 35). Tristemente para el horror también existe una educación y el Holocausto ha contribuido de sobremanera en esto.

Barbie Zelizer afirma que “No se sabe a ciencia cierta cómo las imá-genes funcionan como vehículos de memoria, y menos aún cómo estas imágenes nos ayudan a recordar, particularmente en circunstancias en las que no tenemos experiencias personales” (1998, p. 2). Sin embargo, la carga moral que imprimen las imágenes del Holocausto ha sabido trascender su especificidad y trasladarse a otros contextos que también incitan a la indignación.

Hoy, las atrocidades vividas en Bosnia y Ruanda fácilmente provocan comparaciones con el Holocausto, lo que sugiere que estas primeras fotos de atrocidades son mucho más que simples documentos de la exterminación sistemática nazi hacia los judíos u otros grupos perseguidos. Las fotos con amplia resonancia sugieren que las imágenes tienen límites enigmáticos los cuales conectan con los acontecimientos de modos impredecibles. Como una secuencia familiar de notas musicales que suelen aparecer de la nada, las imágenes de este tipo emergen en formas que desafían lo que creemos que sabemos sobre el pasado y como pensamos que lo conocemos (2). (Zelizer, 1998, p. 2)

Este repertorio de imágenes, o repetición instantánea que acontece en las mentes reconfigura las formas en las que se observan los hechos. En este sentido, el sociólogo español Alejandro Baer se pregunta:

¿el efecto de déja vu nos hace más insensibles ante los horrores del presente o, por el contrario, el hecho de que la imagen ya esté tan cargada de sobreindicación, de un unívoco valor simbólico, nos interpela con más fuerza a responder a las atrocidades? (2006, pp.167-168)

Con respecto a estos efectos de las imágenes y a la forma como debería conocerse el Holocausto por medio de fotografías, Baer (2006) es quien aporta un análisis interesante sobre las consecuencias que tiene este carácter de realidad que imprime la fotografía documental a la hora de referirnos de un modo apropiado a estos eventos. Extrañamente el fotorrealismo no es el género que mejor le va al Holocausto, por una razón muy simple: “este resulta ser inferior a otras formas de representación más indirectas y artísticas” (2006, p. 176). Lo que el autor observa es que la imagen realista se somete a una “paradoja traumática”, “la paradoja está en que cuanto más directamente vemos un acontecimiento violento menos capaces somos de conocerlo” (p. 176).

Entonces, si la realidad del horror es demasiado impactante para hablar de hechos atroces ¿qué le queda al Holocausto en materia de imagen? Para Baer es la fotografía de la memoria, es decir la conjunción visual entre una ética de la mirada con una estética de la representación del pasado. Obviamente, todas las fotografías están cargadas de memoria, toda imagen fotográfica contiene ese carácter elegiaco de enlazar la vida con la muerte, son memento mori en palabras de Sontag, trazan un marco temporal entre lo representado y lo rememorado. Al tener esa capacidad de condensar el tiempo y, a la vez, de plantear aspectos testimoniales, las fotografías del Holocausto que se han utilizado a modo de memoriales se centran en su conexión con la vida y con la identidad de los ausentes. Si hay algo que no se puede hallar en las imágenes extraídas de los campos liberados o de los documentos que retratan cuerpos esqueléticos y burdamente arrojados, es que ninguno de ellos aporta una información singular de quienes aparecen allí; la muerte, en su democrática barbarie, elimina las condiciones humanas que revestían a esos sujetos cuando estaban vivos y esto no suma mucho a otros elementos importantes que también tendrían que destacarse de la Shoah. Sin embargo, desde este punto de vista, si el mismo aparato nazi buscaba menguar, limitar y negar los aspectos identitarios de sus víctimas, las fotos que intentan rescatar esos elementos son las que más han conmovido, y al tiempo aportado mayores caracterizaciones personales de esta catástrofe.

Las recreaciones del pasado, las actividades comunales, la vida cotidiana en los shtetls (3),los encuentros juveniles, las bodas, las afiliaciones políticas, la educación y la religiosidad exhibidas en imágenes intentan construir sin forzar al espectador, a comprender que ese antes habla de una fractura, de un proyecto comunitario que se interrumpió por las condiciones a las que lo llevó el nazismo (4). Afirma Baer:

[...]Todas estas fotos dejan abierta la lectura y la interpretación a partir de lo que el observador ya sabe. No es el referente el que proporciona el significado sino el aura de tiempo pasado y de tragedia que rodea a la imagen y que el observador le imprime con su mirada. (2006, pp. 181-182)

Probablemente, y es lo que concluye Baer, la compenetración con la memoria del Holocausto logra su objetivo de rememoración y comprensión porque los espectadores conocen de antemano el destino fatal de las personas retratadas, asimilado por los registros de las imágenes atroces anteriormente vistas y conservadas. A modo de una película conocida, en la que todos saben su fin, las muestras no literales del Holocausto no necesitan remarcar la catástrofe para que el observador entienda que allí hay una impresión indeleble, una ausencia que jamás será restituida.

De esta conjugación y acoplamiento del pasado con el presente, de la relación del arte con la ética del Holocausto, de los lazos que se construyen a partir de la imagen fotográfica y de esas memorias que se edifican en el marco de la supervivencia es que también se ha intentado representar el Holocausto en Colombia. Su tratamiento evocativo surge, justamente, de una necesidad por responder a los interrogantes identitarios de quienes llegaron al país con ese pasado doloroso y que sesenta años después reaparecen en imágenes, por medio del filtro de la cámara de Erika Diettes; el análisis de su obra Silencios es el que convoca estas palabras.

Silencios

En octubre del 2006, una edición especial de la Revista Semana hizo un homenaje especial a los migrantes que arribaron al país: “Un legado hecho historia: Colombia origen y destino” se titulaba la tapa y, en su interior, se hacía una minuciosa referencia de ingleses, holandeses, franceses, italianos y demás migraciones que habían influenciado positivamente a Colombia. Entre los textos mencionados, se encontraba un artículo redactado por Azriel Bibliowicz, quien describía, de manera general, las circunstancias históricas y culturales de la migración judía al país. Su narración estaba documentada con unas fotografías en blanco y negro, en las que aparecían los rostros de varios sobrevivientes del Holocausto, con algunas referencias muy breves, en las que se mencionaban sus nombres, sus países de origen y un sucinto relato de su llegada al país. Hacia el final del texto, se reseñaba el libro del cual se extrajeron las imágenes:

[...]El hallazgo de una fotografía fechada en 1938 que documenta la salida de Alemania de Ruth y Heinz Rosenberg, los abuelos políticos de la artista Erika Diettes, hizo que ella pensara en acercarse con su cámara a las víctimas del régimen nazi. Antes de ese día, Diettes nunca había contemplado la idea de que en Colombia se habían refugiado sobrevivientes. Dos semanas después, ya tenía en frente al primero de una lista de 30 que llegaron a nuestro país huyendo del exterminio.

En el meteórico periodo de ocho meses, Diettes fotografió a estos supervivientes, que habían estado en campos de trabajo o de extermino (incluido Auschwitz) o que habían sufrido la guerra al ser separados de sus familias, que se habían escondido durante meses para no ser asesinados o trabajando duramente solo para recibir la paga de un pan al día. El resultado de este esfuerzo es la exposición “Silencios”, de la que también fue publicado un libro, que se exhibe en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (5). (Semana, 2006, 30 de octubre, p. 47)

En el 2005, la fotógrafa colombiana Erika Diettes emprendió la tarea de retratar el Holocausto, a partir de las imágenes de sus sobrevivientes. Silencios,un libro compuesto por treinta historias visuales del horror, fue el trabajo de incansables búsquedas y respuestas, como también una revelación en materia de conocimiento. En la entrevista, a propósito de la muestra de su obra en el Teatro Faenza de Bogotá, Erika sentenciaba lo que el Holocausto es para el país: “El Holocausto es para nosotros los colombianos una imagen cinematográfica” (Zambrano, 2005, 23 de octubre).

Los conocimientos que se tienen en Colombia de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y de los crímenes del nazismo —aunque no sea así en todos los casos— se han adquirido a partir de la espectacularidad del cine y de la masiva producción de Hollywood y, al tiempo, estos objetos de difusión, más allá de ser inyecciones fascinantes de la historia, han creado en los colombianos la sensación de que lo que allí se muestra está referido a otras personas, a otras geografías, a otras guerras. Es decir, estas películas impactan, pero para la inmensa mayoría del público no tienen nada que ver con Colombia.

Como artista plástica y tempranamente fotógrafa, Erika se ha instalado en la fuerza del retrato para exponer su punto de vista. Sus temáticas actuales giran en torno a la desaparición, a los despojos y arbitrariedades de la guerra, pero, sobre todo, a la figura del duelo en las víctimas del conflicto armado colombiano. Sin embargo, su cruce con la muerte trasformada en imagen no partió de la violencia colombiana; su mirada fue más íntima o, mejor, más coincidente. La muerte de la abuela de su esposo (Ruth Rosenberg) y una foto que ilustraba el momento en que ella abandona la Alemania Nazi en busca de un destino en Colombia (figura 1) se convirtió en un abanico de posibilidades y escuchas.

Figura 1. Ruth Rosenberg. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 1. Ruth Rosenberg. Fuente: Diettes, 2006.

Mi esposo es judío y un día, cuando falleció su abuela, encontré una foto de ella subiendo al barco que la traía a Colombia. La fecha era julio de 1938, apenas unos tres meses antes de la noche de los cristales rotos. Fue algo impactante porque nunca me ha-bía planteado que la Segunda Guerra Mundial tuviera que ver con Colombia. No pensé que una señora que hace mercado en Carulla era sobreviviente de Auschwitz o Buchenwald. (Diettes citada por Zambrano, 2005, párr.6)

Ese “nunca me había planteado que la Segunda Guerra Mundial tuviera que ver con Colombia” parecía anidarse en el sentido común de muchos. Pero lo más interesante es que esta presunción o, más bien, desconocimiento, fue lo que la impulsó a hacer la búsqueda de aquellos sobrevivientes que estuvieran dispuestos a posar para su cámara. Un sobreviviente la llevó a otro, y así fue sumando un elenco de treinta personas situadas entre Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla.

Erika afirma que no fue fácil abordarlos y, mucho menos, involucrarlos en este proyecto visual: muchos decían que sí, pero con la condición de no preguntar nada, otros simplemente dieron un tajante no, declarando que ya no podían más. Quienes aceptaron estaban convencidos de la necesidad de aparecer en este proyecto para que el horror de la barbarie nazi no se olvidara. Sin embargo, todos coincidían en que querían guardar silencio. De ahí surgió el nombre de su muestra fotográfica y del libro que a su vez la complementa.

La primera persona que retrató fue Max Kirschberg (figuras 2 y 3), quien aceptó ser fotografiado con la única condición de que no le preguntara nada. “Fue muy duro porque él era periodista y simplemente me dijo ‘no hay nada que yo le pueda decir sobre la guerra’” (Diettes citada en Zambrano, 2005).

Figura 2. Maximilian J. Kirschberg. Fuente: Diettes, 2006

Figura 2. Maximilian J. Kirschberg. Fuente: Diettes, 2006

En febrero del 2015, en una entrevista con la fotógrafa, la interpelé nuevamente por los sentidos de aquel primer encuentro, y por lo que operó en ella después de la interdicción de poder preguntar sobre lo que le pasó a este y a otros sobrevivientes:

Cuando yo vi a Max por primera vez, recuerdo el brillo de sus ojos, es una persona que tiene unos ojos muy brillantes, es como yo decido ahí fotografiarlo con 50 milímetros que te obliga a estar muy cerca, muy cerca; es un lente con el que tú tienes que respirar prácticamente encima de la persona para poder fotografiar. Ya mirando, digamos, como en sus ojos... imaginándome esa sentencia que él me había puesto: ¡lo que usted ha visto en las películas, eso es! Entonces empieza tu repertorio visual a funcionar ¿no? Te empiezan a deambular los fantasmas de Shoah, de Noche y niebla, empiezas a andar como con esta cosa. Y yo caigo en cuenta de que yo no le hubiera podido formular ninguna pregunta. Ya sentada frente a él, fotografiándolo, recibiendo esa invitación abierta: de que él está de camisa de manga corta, ver ese número —porque además ese número de Max es un número que es muy burdo—, yo solo me podía imaginar el dolor, tantas cosas que te pasan ahí, estando en frente, que yo la única reacción que tuve fue... saqué un cuaderno que llevaba en mi cartera y le dije: pues si no quieres que te pregunte nada [...] yo le pedí que escribiera lo qué quería que no se olvidara de la guerra. Y lo que me llamó la atención es que escribió su nombre en todo el centro de la página, muy grande. Entonces cuando yo veo esa caligrafía hecha de cierta manera... como si el mensaje fuera que no se olvidara su sufrimiento. (Diettes, 2015, 12 de febrero)

Figura 3. Maximilian J. Kirschberg. Fuente: Diettes, 2006

Figura 3. Maximilian J. Kirschberg. Fuente: Diettes, 2006

Como una estrategia fortuita, o como una resolución inmediata de poder conectar la escritura, el retrato y la evocación del acontecimiento vía objetos o marcas corporales —el tatuaje, gestos— fue lo que Erika logró armar en el tríptico que se despliega en toda la obra, y lo que finalmente le resolvió visualmente sus propósitos. Su búsqueda consistió en transportar un hecho del pasado, marcado por un fuerte y doloroso contenido histórico, y traerlo al presente de una forma sencilla, estética y dotada de significados. En esta obra se destacan una foto en primerísimo plano del sobreviviente y otra en la que expone los brazos del personaje portando algún objeto: una foto, un registro o, en algunos casos, el número tatuado en Auschwitz. Así mismo, aparece una tercera foto: con una nota testimonial escrita por el mismo fotografiado.

Sin embargo, como ella misma lo afirma, Silencios fue una obra cargada de asombro, de desafíos y de pausas. De la elocuencia y elaboración de algunos, al mutismo reluctante de otros. Cada proceso para construir las fotografías fue una negociación establecida bajo la premisa de la responsabilidad y del consentimiento.

Hubo de todo, por ejemplo el señor Lursgarten [quien es la carátula del libro] cuando llegué yo a la casa y empiezo a sacar las cámaras se puso a llorar inmediatamente. Entonces yo pensé: ¡se cancela! Claro, pero entonces esta esa pregunta, obviamente te preguntas eso ¿debo sacar la cámara? ¿No la saco? ¿Qué hago? Pero luego, él me miraba como diciendo... o sea, él ya estaba ahí, hay una cuestión... no haber hecho esas fotos hubiera sido romper mi parte del trato, porque mi parte del trato es: ¡tú me vas a tomar las fotos! Ese punto es el interesante. (Diettes, 2015, 12 de febrero) (figura 4)

Figura 4. Mario Lustgarten. Fuente: Diettes, 2006

Figura 4. Mario Lustgarten. Fuente: Diettes, 2006

Lo que saltaba a la vista, con toda la carga emocional que ello implicaba, era que el común denominador de sus encuentros estaba signado por el silencio. Pero, ¿por qué hacer una obra artística del Holocausto soportada en el silencio? ¿Qué elementos, qué marcas se pueden encontrar en lo no-dicho?

Memoria en imágenes

Ya sabemos que la memoria articula a los grupos y posibilita en ellos un punto de encuentro y, es por eso que, según la definición de Maurice Halbwachs (2004) “toda memoria es siempre colectiva” (p. 35), porque no se halla aislada del marco social que la produce; de ahí que memoria e identidad sean dos elementos ligados, debido a la atención que se posa en el “otro” como forma de construirse; un otro que dota de sentido la acción y que hace posible que el acto de recordar se convierta en un ejercicio con fuertes grados de significación. Es por ello que el trabajo de la memoria es indisociable de la organización social de la vida, de la forma como se aglutinan las personas y del sentido que estas le otorgan al pasado. Sin embargo, “cuando se presentan situaciones de sufrimiento extremo” —expresa Michelle Pollak— generar un anclaje por medio de la memoria parece ser un ejercicio suspendido o aplazado por lo apremiante de otras circunstancias que se deben resolver para afrontar la vida siguiente (2006). Todo hecho traumático impone una ruptura y es esa ruptura la que se posa sobre la identidad y la obliga a reconfigurarse y a hacer un nuevo relato del sujeto desde otro lugar.

En ese sentido, cuando se habla de sobrevivencia y deportación, se hace hincapié en la “situación límite” de la cual Pollak tomó algunos elementos para hablar de identidad en ámbitos inéditos y desestructurantes (6). Para el autor, la identidad es un componente frágil, desprovisto de propiedades fijas y en constante recomposición, las situaciones extremas suman un elemento desintegrador que le exigen al sujeto reincorporarse bajo las condiciones menos esperadas. Según Pollak, no es casual que en la historia de las ciencias sociales “muchos de los estudios sobre identidad y memoria se hayan realizado en torno a situaciones de transición, traumatismo, crisis y cambios, en las cuales los individuos se exponen a situaciones de ruptura con su mundo habitual” (2006, p. 12).

Posarse en esa fisura y dar cuenta de las reacciones de las que fueron objeto las personas víctimas de persecuciones o de experiencias concentracionarias es la intención de Diettes, cuando devela tales sensaciones por medio de su cámara. Todas las personas retratadas comparten la característica de haber sido sometidas a circunstancias desgarradoras y, al tiempo, como sobrevivientes, de intentar restablecerse dentro de un horizonte novedoso, en el que los lazos familiares están rotos, en el que las herramientas para emprender la vida son mínimas, y ante las cuales la única alternativa fue la migración. El punto de llegada fue para muchos un desafío constante, no solo por la distancia, el clima o el idioma, sino por los componentes culturales que se pusieron en juego, como la religión y la pervivencia de sus tradiciones en un lugar como Colombia.

Organizar la vida implica ser capaz de proporcionarse un sentimiento de seguridad, o sea, la necesidad de comprender su entorno sin tener que hablar de él (Pollak, 2006). Una experiencia concentracionaria o la deportación exige asumir la tensión entre preservar la integridad física y, a su vez, conservar la integridad moral. Muchos de los sobrevivientes se enfrentan a un mundo muy diverso al que dejaron, lo cual constantemente les impone una labor de adaptación, aunado a los recuerdos y a las visiones de horror que todavía siguen latentes. Por ello, las formas de asumir el pasado involucran la generación de estrategias que ayuden a sortear una situación de quiebre. Cuando se hace referencia al silencio, no se alude a una forma de producir olvido o, como bien afirma Alessandro Portelli (2007), que este funcione a la manera de “exorcismo en contra de una memoria que no se puede enfrentar pero que no se le puede eliminar” (p. 4). Por el contrario, como un oxímoron que inquieta, este silencio es el modo en que se gestiona la posibilidad de la comunicación misma:

Para algunos, su testimonio del Holocausto se resume en dos nombres, los de sus padres, que murieron en un campo de concentración, para otros el de un hermano, para la mayoría es el milagro de estar vivos y la urgencia de que esto no se repita nunca más. Algunos optaron por el agradecimiento como Rubén Vodovoz quien a pesar de haber nacido en 1914, dice que tiene 58 años, porque decidió comenzar un nuevo conteo a partir de su llegada a Colombia. (Zambrano, 2005, párr. 6)

Según asevera Pollak (2006), el silencio tiene razones bastante complejas; en primera medida porque para que una persona sea capaz de narrar su dolor necesita, ante todo, hallar un espacio de escucha, y es allí donde un lugar de enunciación posible para la comunidad judía en Colombia debió reservarse para el momento en que se diera cabida a su relato público. Como acertadamente afirma Anamaria Goldstein, sobreviviente húngara retratada en Silencios: “muchas veces he sentido la necesidad de comunicar estos sentimientos o experiencias, pero difícilmente había quién estuviera interesado en escucharlos, fuera de mis hijos” (2007, p. 41). Este silencio inicial daría respuesta a ese espacio en el que hablar no tiene objeto, pues su relato no tiene oyentes y mucho menos resonancia. Es “el silencio de los deportados, víctimas por excelencia, excluidos de sus redes de sociabilidad, mostrando las dificultades de integrar sus recuerdos en la memoria colectiva de la nación” (Pollak, 2006, p. 23).

La segunda razón de la que habla Michelle Pollak para comprender el silencio es la que consiste en evitar que los hijos crezcan con un recuerdo doloroso de sus padres. Mucho tiempo después, aparecen argumentos políticos o familiares que logran romper esta pausa. Cuando los padres saben que van a morir y buscan dejar sus recuerdos o cuando los hijos, por búsquedas personales, acceden a ellos. Este es el caso de Niusic Coifman (figura 5), quien inscribe su relato en la obra:

Al llegar a Colombia, tenía 6 años. Mis recuerdos de esos primeros años son casi nulos. Lo que sé es porque mis padres me lo contaron, aunque ellos evitaban ese tema. Solamente el día de mi cumpleaños me recordaban diciéndome que había nacido en el camino al campo de trabajo, similar al de concentración pero no mataban inicialmente a los judíos. Estos morían solos. Mamá siempre decía en ese día especial que ella me dio a luz sobre una piedra y que nunca pensó que yo llegase a sobrevivir. Siempre admiré a mis padres por las dificultades que pasaron en el pasado y la voluntad y aspiraciones para el futuro. (Coifman citado en Diettes, 2006, p. 35)

Figura 5. Niusic Coifman. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 5. Niusic Coifman. Fuente: Diettes, 2006.

Lo que no se captura

Ser sobreviviente no es un hecho sencillo y más aún cuando la salvación viene dada desde un paradigma mundial desconsolador. Cuando se ve al sobreviviente, se le asume como una persona afortunada que, ya sea por azar, pericia o una situación social determinada logró escapar de la catástrofe. No obstante, las implicaciones de esto son muy profundas por el mismo peso psicológico que se imprime en la persona, no solo por la terrible experiencia que debió soportar, sino incluso por el sentimiento de culpa que lo aborda al recordar por qué se salvó él y no otros. Esta es otra postura que sustenta el silencio, el cual es reforzado por una situación inmerecida que acompaña a la víctima y que le impide dar una versión de lo sucedido.

Este sentimiento oculto acompaña a la víctima en el fondo de sí misma y llegar a ella, parece ser una tarea casi inútil; en palabras de Pollak “Después de contarle mi historia de vida tan triste me queda solamente para decirle que historias como la mía la vivieron millones de judíos que sobrevivieron a la bestia hitleriana” (Blass citado en Diettes, 2006, p. 46) (figura 6).

Figura 6. Ramón Blass. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 6. Ramón Blass. Fuente: Diettes, 2006.

Por otro lado, el silencio fue para muchos sobrevivientes una respuesta a la incredulidad y al rechazo que la sociedad tuvo con respecto al Holocausto. Baste recordar el fragmento de Primo Levi, quien, a pesar de manifestar un deseo inevitable de la palabra, le aparece en sueños aquella figura del retorno, de estar en casa y no ser escuchado, pero, sobre todo, de no ser creído.

Aquí está mi hermana, y algún amigo mío indeterminado, y mucha más gente. Todos están escuchándome y yo les estoy con-tando precisamente esto: el silbido de las tres de la madrugada, la cama dura, mi vecino, a quien querría empujar, pero a quien tengo miedo de despertar porque es más fuerte que yo [...]. Es un placer intenso, físico, inexpresable, el de estar en mi casa, entre personas amigas, tener tantas cosas que contar: pero no puedo dejar de darme cuenta de que mis oyentes no me siguen. O más bien, se muestran completamente indiferentes: hablan confusamente entre sí de otras cosas, como si yo no estuviese allí. Mi hermana me mira. Se pone de pie y se va sin decir palabra. (Levi, 2011, pp. 64-65)

El límite que se construye entre lo decible y lo indecible, entre lo confesable y lo inconfesable, explica diversos elementos: los que vinculan una memoria colectiva subterránea que busca hacerse un lugar en un tiempo en el que pueda ser comunicable, la necesidad de retornar a una vida “normal” y tomar nuevos puntos de partida, reconstituir una identidad fracturada, superar traumas de un pasado que retornan en la evocación de hechos dolorosos; también, la urgencia de dar un ejemplo de entereza que no recaiga en la visión que tienen los hijos de sus padres, el carácter de la culpa o la misma irrepresentabilidad del horror que vuelve cualquier experiencia innombrable, son los numerosos componentes que hacen del silencio la única vía de expresión.

Por ejemplo, Max Wisnitzer (figura 7) prefirió la elocuencia del silencio para expresar lo que le producía el Holocausto, la hoja en blanco que Diettes le entregó para narrar lo que este tiempo le recordaba la devolvió intacta. Alexandru Czeizler (figura 8) y Sonia Bekerman de Vodovoz (figura 9) optaron simplemente por firmarla.

Figura 7. Max Wisnitzer. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 7. Max Wisnitzer. Fuente: Diettes, 2006.

 
Figura 8. Alexandru Czeizler. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 8. Alexandru Czeizler. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 9. Sonia Bekerman de Vodovoz. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 9. Sonia Bekerman de Vodovoz. Fuente: Diettes, 2006.

 

Estos dos trozos de papel, en los que se distingue una caligrafía un tanto lánguida e inexpresiva, hacen referencia no a la ausencia del recuerdo, sino a la presencia de él, que quizá no puede ser comunicado. Estas evocaciones que pasan a decirnos algo en la forma de lo no-dicho cumplen la paradoja de ser testimonios.

Finalmente, como afirma Didi-Huberman (2004), “lo inimaginable como experiencia no es lo inimaginable como dogma” (p. 11), es decir que la imagen asiste con su múltiples sentidos y polisemias a mostrarnos esa cesura en el relato, que más que silencio es una palabra suspendida o aplazada. Ámbitos como el lenguaje y las imágenes son indisociables, de ahí que lo decible y lo imaginable se crucen constantemente pero no de manera arbitraria. Para Huberman estos dos componentes son suma-mente generosos y recíprocos entre sí, la carencia de uno complementa la elocuencia del otro.

Una imagen acude allí donde parece fallar la palabra; a menudo una palabra acude allí donde parece fallar la imaginación. La “ver-dad” de Auschwitz, si es que esta expresión tiene algún sentido, no es ni más ni menos inimaginable que indecible. Si el horror de los campos desafía la imaginación, ¡cuán necesaria nos será, por lo tanto, cada imagen arrebatada a tal experiencia! Si la operación de desaparición generalizada pasa por el terror de los campos, ¡cuán necesaria será entonces cada manifestación —por muy fragmentaria que sea, por muy difícil que resulte mirarla e interpretarla— que nos sugiera visualmente un solo mecanismo de esta operación! (Didi-Huberman, 2004, p. 49)

Puntos de fuga

Uno de los efectos históricos que produjo el genocidio nazi fue precisamente vaciar el suceso de testigos, puesto que quienes lograron sobrevivir, en cierta forma perdieron la capacidad humana de percibir e interpretar lo que les había pasado. En este sentido, afirma Elizabeth Jelin (2001) que “los marcos interpretativos culturalmente disponibles no bastan para dar sentido a los acontecimientos” (p. 83).

Tuvieron que pasar 30 o 40 años para que surgiera una explosión casi obsesiva por recuperar los testimonios, por rescatar de la muerte y del olvido la magnitud del exterminio nazi. Hechos tales como el juicio a Adolf Eichmann en 1961, en el que se le dio una fuerte relevancia al testimonio, tanto por el carácter jurídico que este imprimía, como por el componente de identidad judía que, a su vez, portaba, provocaron que el carácter del “testigo” invadiera la escena pública, y así el relato escrito, oral, fílmico y artístico posicionara, lo que Annette Wieviorka (1998) denomina “la era del testimonio”.

El tiempo fue el que dio cabida a una nueva interrogación sobre los sucesos, y otras generaciones se encargaron de apelar a sus mayores para saldar el abismo histórico que se había creado después de la guerra y de abrir una senda para que lo transmisible se pudiera integrar al presente y fijarse como una memoria.

Aquí es donde la obra de Erika Diettes alude a esa labor casi detectivesca de hallar a esos pocos sobrevivientes con vida y solicitar su testimonio; por medio de la imagen y de unas cuantas letras se fue consolidando un proyecto como Silencios. Ningún documento fue desechado, tanto la página en blanco como las que tuvieron gran locuacidad comenzaron a formar un documento sobre la memoria fotográfica de los sobrevivientes en Colombia.

Cuando Diettes le pidió a Tania Mandowsky (figura 10) hacer el ejercicio de relatar su evocación sobre el Holocausto, su actitud fue distinta, apareció un relato corto, en el que se centró en la difícil situación por la que pasó y en la esperanza de que esos hechos jamás se repitieran:

Puedo afirmar que tuve mucha suerte por haber escapado del campo de concentración donde cayeron millones de personas durante la 2da Guerra, huimos a Rusia donde nos tocaron tiempos difíciles y un invierno muy frío con poca ropa y poca alimentación, pero nos salvamos de las atrocidades de los nazis. Espero que el mundo nunca más vaya a presenciar una pesadilla parecida a las torturas sufridas durante el régimen de Hitler. (Mandowsky citado en Diettes, 2006, p. 39)

Figura 10. Tania Mandowsky. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 10. Tania Mandowsky. Fuente: Diettes, 2006.

La condición de adquirir una identidad frágil y de reformularse la vida desde cero, hace que todo testimonio que se adquiere sobre la base de una experiencia límite sea considerado no solamente como un relato que pone en juego la memoria, sino que, a su vez, sea un testimonio y una reflexión sobre sí. En palabras de Pollak “Es por eso que todos los testimonios deben ser considerados como verdaderos instrumentos de reconstrucción de la identidad, y no solamente como relatos factuales, limitados a una función informativa” (2006, p. 55).

En otros espacios visuales y narrativos que escaparon de la cámara de Diettes, también se confirman otras actitudes para asumir las situaciones límite, la misma polisemia de una imagen o la habilidad para dar cuenta de que ella varía en cada persona y en cada registro. El caso de Rosi Liffmann concede una perspectiva distinta de la supervivencia y de la forma como la identidad siempre se redefine de formas muy variadas, pese a compartir un hecho histórico y un dolor común. En la revista Semana, mencionada anteriormente, aparece su historia:

Rosi Liffmann le tiene pánico al sonido de las botas cuando los militares corren. Creció en Angermünde, Alemania Democrática, cerca de Berlín, y cree haber nacido en 1929. Desde pequeña estuvo obligada a usar el brazalete amarillo que distinguía a los judíos en el país de Hitler. Vivió la terrible Noche de los Cristales Rotos, donde los Nazis secuestraron a unos 20.000 judíos y acabaron con sus sinagogas, sus tiendas y almacenes. Su familia lo perdió todo y fue llevada a uno de los primeros campos de concentración en la frontera con Polonia. Allí murió su abuela. Gracias a que su mamá vendió unas joyas pudo huir a Francia en compañía de sus hermanos. De París pasaron a Marsella, donde se embarcaron a Panamá. Luego pisaron suelo colombiano. Su familia se radicó en La Habana, un corregimiento en las montañas de Buga, Valle. Allí malvivieron en una choza, donde la picaban los alacranes y comía muy poco. Asistió a una escuela rural de la zona, pero no entendía el español. La maestra del lugar se encariñó con ella y le regaló sus primeros zapatos. A los 15 años reunió dos pesos y se fue, sin permiso, para Cali. Llegó al Hospital Infantil y se ofreció como aseadora. Luego se presentó a la primera convocatoria para la Carrera de Enfermería en La Universidad del Valle. Pasó los exámenes y se tituló con honores un par de años después. Liffmann trabajó como enfermera jefe del Hospital Universitario del Valle y fundó los primeros puestos de salud en Juanchito y Siloé. Su familia regresó a Alemania después de la guerra, ella perdió contacto. A pesar de su pasado es una mujer feliz, capaz de tomarse el pelo a sí misma, por eso cuenta esta anécdota: “Una vez un médico me preguntó muy serio, ¿de qué ha sufrido su familia? Yo le contesté, de campo de concentración”. (Bibliowicz, 2006, 30 de octubre, p. 48)

Los niveles de la memoria, como sostienen Jelin y Kaufman (7) (2001), otorgan la posibilidad de pensar que ante un mismo evento las narrativas que se elaboran sean muy distintas, dependiendo de la condición particular del hablante, es decir, de su situación social, política y cultural. En el caso de los sobrevivientes de la guerra, quienes inscriben sus testimonios casi siempre fijados en su experiencia en el campo de concentración o en el momento de la deportación, muchos de sus relatos también aportan detalles sobre la vida después de esos sucesos. Este otro tipo de textos son una muestra de cómo la supervivencia confiere la fuerza y la valía para oponerse a la desagregación personal que ella misma designa. Cuando Rosi Liffmann, hace de una experiencia dolorosa un anclaje para incorporarse y salir adelante, elementos como el sentido del humor y la risa denotan, no un grado de banalidad, sino la posibilidad de imprimir en su vivencia una carga de ironía ante lo disruptivo de una experiencia como esta.

Primerísimo plano

No hay memoria sin imágenes, no hay conocimiento
sin la posibilidad de ver, aun cuando las imágenes no
pueden proporcionar un conocimiento total de lo ocurrido.

HUYSSEN, 2009

La figura 11 muestra a una mujer de algo más de 70 años; sus arrugas develan una antigua pero constante belleza; su aspecto es cuidado y maquillado, tiene el pelo sujetado y unos pendientes de perlas que acompañan perfectamente a su collar. Su rostro es sereno, incluso, una sonrisa tímida se posa en la foto.

Figura 11. Etka Worthalter. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 11. Etka Worthalter. Fuente: Diettes, 2006.

En el lado derecho de la fotografía se observa un torso sosteniendo un libro abierto, en él aparecen otras fotos: en una de ellas se muestra un numeroso grupo de personas, al parecer es una familia, y en la otra, figuran dos mujeres: son Etka y Anya, dos sobrevivientes del Holocausto.

Esta foto y las dos mujeres que aparecen en ella introducen la obra Silencios. Marco Schwartz, prologuista del libro, hace una referencia a su llegada y el recuerdo que aún conserva de su familia:

[...]Etka y Anya así se llaman las dos hermanas y se da la circunstancia de que son parientes mías. En concreto, eran primas hermanas de mi padre. Mi abuelo paterno las localizó después de la guerra e hizo los trámites para traerlas a Colombia, donde él vivía desde 1925. Etka se casó, fundó una familia en Bogotá y años después se radicó en México. Anya llegó ya casada con un buen hombre que había perdido a su esposa y sus hijos en Auschwitz. Mis tías Etka y Anya constituyeron para mí la primera referencia directa y viva del Holocausto. Recuerdo que de niño las escrutaba con curiosidad y me esforzaba por descubrir en sus gestos, ademanes o en silencios las huellas de la tragedia, pero lo que encontraba eran dos mujeres dulces, cariñosas, activas y siempre prestas a celebrar los buenos momentos con la familia. (Schwartz, 2006, p. 7)

Esta obra suscita una lectura que vincula el contenido y la forma del Holocausto de una manera enunciada sin recurrir a excesos o morbosos recursos. Precisamente esa no literalidad es la que le anuncia al espectador un abismo jamás sellado. Todas las fotos vehiculizan un recuerdo, una identidad y un momento en el que “el pasado se convierte en aquello que se ve” (Dornier-Agbodjan, 2004, p. 126). Los rostros, los objetos y la posición soportan una evocación de un momento vivido, los que provocan, en quien observa, una sensación de pérdida. Los recursos empleados intentan reconstruir desde el presente una identidad migratoria fracturada, en directa relación con el pasado de aquellos que sufrieron esta experiencia.

Ya hemos referido cómo toda imagen del presente apela a un pasado, y de cómo ese pasado se establece y se cubre de diferentes significados, bien sea “a partir de las relaciones sociales, de las nuevas preguntas” o “de las identidades que las interpelan” (Catela, 2011, p. 4). Sin embargo, pese a que toda fotografía se refiere a una temporalidad pasada, lo que producen no es siempre igual y cada sujeto atribuye a ellas un sentido particular, de ahí que la relación espectador-imagen sea siempre densa, de la misma forma como se construye cualquier relación con el pasado.

El recurso fotográfico como instrumento recordatorio “recrea, sim-boliza y recupera una presencia que establece nexos entre la vida y la muerte, lo explicable y lo inexplicable” (Catela, 2011, p. 3). De ahí que todos los hombres y mujeres, superando sus reticencias e inseguridades, lograran expresar sus recuerdos de una manera recreada a través de cortos relatos, bien sea en datos biográficos como nombres, lugares de nacimiento o la fecha de arribo a Colombia, por medio de sus rostros avejentados y serenos o, gracias a los objetos y posturas exhibidas, los cuales trasladan al observador a un tiempo pretérito, a una vida fuera de Colombia y al momento en el que hoy en día habitan entre nosotros, con sus reminiscencias y reconfiguraciones (figuras 12 y 13).

 
Figura 12. Max Wagner. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 12. Max Wagner. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 13. Mina Schapira. Fuente: Diettes, 2006.

Figura 13. Mina Schapira. Fuente: Diettes, 2006.

 

El tratamiento dado por Diettes a la representación visual del Holocausto, su pericia intuitiva, su capacidad de situarse en las desgarraduras, en los puntos vacíos no solo de sus imágenes, sino de las personas retratadas por ella, es prueba de cómo estos ejercicios pueden abrazar, de forma digna, acontecimientos de marcada espesura, pero a la vez con una huella emocional intensa. Entre las ambigüedades que aún están en Colombia sobre el Holocausto, y sobrepasando los lugares comunes que rodean este tema, un trabajo como el de Diettes invita a pensar de maneras distintas este tópico y agregarle mayores capas de sentido y empatía. Estas aproximaciones memoriales de la Shoah apuntan a la conjunción del acoplamiento de una ética de la mirada con el ejercicio activo y comprometido de un espectador afectado por estos recuerdos, una memoria en la que confluye

[...]la exigencia de veracidad histórica certera con la llamada a una apropiada y respetuosa forma de rememorar [...] imágenes que abordan el genocidio de forma implícita, pero que al rehuir de la literalidad y del realismo del horror, no incurren en los riesgos de la impropia estetización. (Baer, 2006, p. 176)


Lorena Cardona González
Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina


Notas al Pie

Cómo citar este artículo: Cardona, L. (2017). Silencios. Memoria visual del Holocausto en Colombia. Rev. Colomb. Soc., 40(1), 133-160.

doi: 10.15446/rcs.v40n1.61956

Este trabajo se encuentra bajo la licencia Creative Commons Attribution 4.0.

Artículo de reflexión.Recibido: 20 de mayo del 2016. Aprobado: 29 de agosto del 2016.

* Artículo derivado de la tesis de Maestría en Historia y Memoria de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, titulada Sobre ciertas cosas que no se pueden nombrar. La representación del Holocausto en Colombia (1976-2015), dirigida por el doctor Emmanuel Kahan.

** Becaria del Centro Científico Tecnológico (conicet) para América Latina y doctoranda en Historia de la Universidad Nacional de La Plata (unlp), Argentina. Integrante del Centro de Investigaciones Sociohistóricas (cish) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (unlp). Investigadora participante del proyecto Memoria y Violencia en el siglo xx (fahce-unlp) y del Núcleo de Estudios Judíos (nej), perteneciente al ides-conicet.Correo electrónico: lorenacardonagonzalez@gmail.com | orcid: 0000-0003-2852-2655

(1) La palabra hebrea Shoah, cuya traducción literal es catástrofe o devastación, es otro término empleado para referirse al Holocausto. La problematización de la palabra Holocausto es de raíz religiosa, por su sentido claramente sacrificial, razón por la cual algunos teóricos y cineastas, como Claude Lanzmann decidieron emplear esta expresión para referirse de una forma más adecuada al acontecimiento. Atendiendo a las polémicas que la nominación Holocausto reviste como a sus rutinizaciones o lo que Alvin H. Rosenfeld ha llamado una “‘pornografía del Holocausto’, promovida especialmente por su popularización y comercialización en los medios” (Rosenfeld citado por La Capra, 2008, p. 61). En este trabajo se mencionan los dos términos sin distingo, lo cual no quiere decir que tales advertencias conceptuales no deban considerarse bajo una mirada epistemológica más amplia.

(2) Al respecto, Susan Sontag (2006) también coincide con este criterio: “El conocimiento de determinadas fotografías erige nuestro sentido del presente y del pasado inmediato. Las fotografías ayudan a erigir —y a revisar— nuestro sentido del pasado más lejano, con las conmociones póstumas tramadas gracias a la circulación de fotografías hasta entonces desconocidas. Las fotografías que todos reconocemos son en la actualidad parte constitutiva de lo que la sociedad ha elegido para reflexionar, o declara que ha elegido para reflexionar” (p. 38).

(3) Shtetl es la palabra en yiddish usada para describir las pequeñas ciudades o pueblos de las comunidades judías que se encontraban comúnmente en Rusia o Polonia durante los siglos xix y xx. La población del pueblo estaba conformada, principalmente, por residentes judíos, aunque no judíos también habitaban en algunas de estas comunidades.

(4) Alejandro Baer destaca algunos casos sobre estas exhibiciones fotográficas: “un ejemplo elocuente del empleo memorístico de este tipo de imágenes lo encontramos en la Torre de los Rostros del Museo del Holocausto en Washington, una instalación en forma de gigantesca chimenea en cuyas cuatro paredes interiores hay 1.032 fotografías de los habitantes judíos de la pequeña ciudad lituana de Eishysho” (2006, p. 179). Otros ejemplos los encontramos en la obra del fotógra-fo ruso Roman Vishniac, las cuales documentan la vida judía entre los años vein-te y treinta “en las que se muestran escenas urbanas del barrio judío de Varsovia, de los mercados en las pequeñas aldeas, las humildes viviendas, los juegos de los niños, los cheder (escuelas en que se estudiaba Talmud)” (Baer, 2006, p. 180), o el trabajo del fotógrafo francés Christian Boltanski quien conjuga imágenes, rostros e iluminaciones trabajando la idea de la muerte y el Holocausto desde muy diversos puntos de vista.

(5) La edición digital de este número de la revista Semana se encuentra en Hoyos (2006, 28 de octubre), discriminada según el grupo migratorio que arribó al país. El artículo sobre los judíos, desarrollado por Bibliowicz (2006, 30 de octubre), aparece en esta misma edición, sin embargo en esta versión no figura la referencia al libro de Erika Diettes, el fragmento tomado es de la tirada impresa del 30 de octubre del 2006.

(6) En la presentación de su obra Memoria, olvido y silencio,Ludmila Catela (2006) comenta que Pollak asume como ejes analíticos dos experiencias novedosas ca-talogadas como catástrofes sociales: la experiencia concentracionaria nazi y el sida “ambas consideradas extremas y que generaron reacciones inéditas ante lo imprevisible, situaciones ante las cuales no hemos sido preparados, socializados o iniciados” (p. 11).

(7) En este texto ambas autoras desarrollaran un interesante trabajo acerca de los diferentes relatos que pueden surgir de un mismo contexto como la dictadura en la Argentina.


Referencias

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Fuentes primarias

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