Otra Mirada del Holocausto
por Marco schwartz
La foto muestra el rostro de una mujer de algo más de setenta años, cuyas facciones aún conservan el aire de lo que fue una extraordinaria belleza juvenil. El peinado, el maquillaje y el discreto collar que le rodea el cuello denotan a una persona que cuida con esmero su aspecto exterior. Da la impresión de que la vida la ha tratado bien. Sin embargo, su mirada encierra una tristeza infinita. Otra foto exhibe únicamente el regazo de la mujer. En la mano sostiene un libro abierto en el que se aprecian las fotos de dos muchachas jóvenes. Son ella y su hermana mayor, muchos años atrás.
Etka y Anya, así se llaman las dos hermanas, sufrieron en carne propia la monstruosidad de un campo de concentración. Se da la circunstancia de que son parientes mías. En concreto, primas hermanas de mi padre. Mi abuelo paterno las localizó después de la guerra e hizo los trámites para traerlas a Colombia, donde él vivía desde 1925. Etka se casó, fundó una familia en Bogotá y años después se radicó en México. Anya llegó ya casada con un buen hombre que había perdido a su esposa y sus hijos en Auschwitz. No pudieron tener descendencia. Vivieron muchos años en Barranquilla y después se trasladaron a Miami, donde hoy descansan sus restos.
Mis tías Etka y Anya constituyeron para mí la primera referencia directa y viva del Holocausto. Recuerdo que de niño las escrutaba con curiosidad y me esforzaba por descubrir en sus gestos, ademanes o silencios las huellas de la tragedia, pero lo que encontraba eran dos mujeres dulces, cariñosas, activas y siempre prestas a celebrar los buenos momentos con la familia. Advertía cierta tristeza en su mirada, pero en mi ingenuidad infantil no podía concebir que una simple expresión de tristeza pudiera ser la manifestación del cúmulo de atrocidades padecidas.
Las fotos del rostro y el brazo de Etka forman parte de la muestra ‘Silencios’, un ambicioso proyecto con el que la fotógrafa Erika Diettes ha pretendido dejar testimonio de aquellos hombres y mujeres judíos que por diversas circunstancias arribaron a Colombia tras haber sufrido la barbarie hitleriana. No fue una tarea sencilla: Diettes tuvo que realizar una labor casi detectivesca para localizar a los pocos que aún quedan con vida y se encontró además con que algunos de ellos ya no residían en el país.
Mucho se ha contado sobre el genocidio en el que murieron las dos terceras partes del pueblo judío. Bastante menos se sabe sobre la vida que llevaron después los supervivientes en sus países de destino. En ese sentido, el trabajo de Diettes posee un valor testimonial que va mucho más allá de cualquier consideración sobre la calidad de su hacer fotográfico, que en todo caso es excelente. No apela Diettes a sensiblerías fáciles o imágenes escabrosas para cumplir su cometido, sino que lo hace con una fórmula sencilla y cargada de fuerza: una foto en primerísimo plano del superviviente y otra foto del brazo del personaje exhibiendo algún objeto simbólico, incluido en algunos casos el número tatuado en Auschwitz. A veces las acompaña una tercera foto, la de una nota testimonial escrita por el fotografiado. Todos los hombres y mujeres que accedieron a posar para Diettes tienen algo en común: esa mirada de serena tristeza que siempre observé en mis tías Etka y Anya, incluso cuando reían. Son miradas que parecen decirnos: “Yo conocí un horror que ninguno de ustedes ha vivido y no podrá comprender jamás”.
Ser superviviente nunca es fácil. Mucho menos cuando se ha sobrevivido al paradigma mismo de espanto. Tendemos casi siempre a ver al superviviente como un ser afortunado que ha conseguido salvarse de la catástrofe, sin detenernos a pensar en la carga psicológica que arrastrará toda la vida esa persona no sólo por la terrible experiencia sufrida, sino, peor aun, por el sentimiento de culpa que la acosará por haberse salvado.
Cuando los ejércitos aliados entraron victoriosos en los campos de concentración, inundaron al mundo con fotografías propagandísticas que presentaban a sus soldados como unos liberadores llegados del cielo a un escenario terrorífico donde vagaban como espectros unos seres esqueléticos que apenas podían sostenerse en pie. En realidad, los famosos liberadores llegaban tarde: seis millones de judíos ya habían muerto ante la indiferencia del mundo. Y los supervivientes eran unos muertos en vida que lo habían perdido todo: seres queridos, casa, país.
Empezar una nueva vida fue para ellos cualquier cosa, menos fácil. En el propio Israel, los supervivientes fueron tratados en un comienzo años con cierta frialdad rayana en el desdén. La tónica de los israelíes en aquellos días épicos de la creación del Estado era exaltar los actos más notorios de resistencia contra los nazis. En radios y periódicos se ensalzaba como héroes a los dirigentes del levantamiento del gueto de Varsovia, o a los protagonistas de alguna que otra revuelta en el interior de los campos de concentración, o a los militantes judíos de los grupos partisanos. Había un reproche implícito a quienes carecían de una proeza para exhibir. Esa atmósfera excluía de una posición de dignidad a aquellos supervivientes -la inmensa mayoría- cuyo único acto de resistencia había consistido en salir con vida del infierno. En su libro ‘El jardín de los justos’, el periodista italiano Gabriele Nissim cuenta cómo el juez Moshe Bejski -el mismo que desveló la existencia de Oskar Schindler- ocultó durante años su condición de superviviente del Holocausto y se hizo pasar en su currículo por sabra de nacimiento porque consideraba que ése era su único camino para labrarse un futuro en la sociedad israelí.
Fue en el juicio al jerarca nazi Adolf Eichmann, celebrado en 1961 en Jerusalem, cuando todo cambió. A lo largo del juicio, varios testigos, entre ellos Bejski, consiguieron hacer ver a la humanidad que una minoría de seres humanos dotada de los suficientes medios coercitivos y la suficiente maldad puede someter a una mayoría inerme, sin que ello signifique que esa mayoría merezca el apelativo de cobarde o haya acudido como un rebaño de ovejas al matadero. Explicaron esos testigos que algunos supuestos actos de valor, por ejemplo la huida de un campo de concentración o el asesinato de un guardián del campo, provocaban automáticamente crueles represalias contra los demás internos. Hablaron de su lucha por preservar la dignidad en esa zona gris de degradación humana que con tanta maestría describió Primo Levi. En suma, lograron demostrar que en la mera resistencia individual de los supervivientes frente a la humillación y la muerte también hubo una alta dosis de heroísmo.
A algunos de esos héroes les podemos hoy ver la cara a través de la mirada lúcida de Erika Diettes.